Si alguien ha conseguido una fusión casi perfecta de Gobierno y negocios privados, empezando por los propios, es el nuevo presidente de EE UU, Donald Trump. No sólo ha metido con total descaro a sus más próximos allegados en la Casa Blanca o sus aledaños, sino que sus primeros nombramientos han sido de personas que se han lucrado en el mundo de la empresa y las finanzas.

Pero todo ello no habría sido posible si allí, al igual que en otras partes, el neoliberalismo no se hubiese dedicado a desmantelar sistemática e impunemente el Estado y sus instituciones. Lo ha señalado entre otros la periodista y ensayista canadiense Naomi Klein, según la cual "tras décadas de privatizar por trozos el Estado, han decidido lanzarse directamente al Gobierno".

A raíz del triunfo de Trump, tanto en Estados Unidos como en la vieja Europa, la izquierda liberal se lamentó de que no se hubiera impuesto la demócrata Hillary Clinton. Pero ésta, mucho más previsible y tranquilizadora, habría seguramente continuado las mismas políticas equivocadas que explican el para muchos todavía inexplicable triunfo del insufrible y soberbio narcisista.

Las recetas neoliberales, a base de austeridad y privatizaciones, se han revelado una y otra vez incapaces de dinamizar las maltrechas economías. Y, sin embargo, los gobiernos, también los europeos, se empeñan erre que erre en seguir una vía que está demostrado que sólo genera desigualdad y frustraciones.

Como buen demagogo, Trump logró desviar la atención y dirigir la frustración de buena parte del electorado hacia supuestos enemigos: el islam, identificado con el terrorismo, los inmigrantes y la prensa. Su truco consistió en alentar y redirigir hacia donde le interesaba el resentimiento que anidaba en muchos ciudadanos: la misma energía negativa que alimenta tantas veces las redes sociales.

Pero la respuesta a lo que sucede en todas partes desde el triunfo del neoliberalismo pasa por romper ese círculo vicioso, analizar las causas reales de los problemas y buscar nuevas soluciones en lugar de persistir en las que demostrado una y otra vez su fracaso. Se hace necesaria y cada vez más urgente una respuesta muy distinta de la que representa el peligroso nacionalismo autoritario de Trump, del presidente ruso Vladimir Putin o de sus émulos europeos.