Acercarse a la realidad de las personas con discapacidad supone un ejercicio de corresponsabilidad recomendable. No hace falta mucho tiempo, más bien lo contrario, para darse cuenta de que las personas que no tenemos ese problema de movilidad y autonomía plena somos los que, realmente, carecemos de la verdadera capacidad de adaptación. Las conclusiones a las que llegas son varias, pero hay una que destaca sobre las demás: es la sociedad en general la que no ha evolucionado lo suficiente y la que no se preocupa como debiera por adaptarse al mundo real. Hemos preferido, en muchos casos, ponernos de perfil, pensando que las administraciones y las normas legales ya se encargaban de ello, aliviando así nuestras conciencias y relegando a un segundo plano el compromiso que, ante todo, es voluntad de cada individuo.

Para la inmensa mayoría de las personas con discapacidad creo no equivocarme si digo que no sirven sólo esas cuotas de contratación laboral impuestas por ley a empresas e instituciones publicas. No. Y no cuando, además, suelen incumplirse impunemente. Lo que sirve es un cambio de actitud exento de falsos proteccionismos, porque lo que desean es más bien formar parte por igual, sin distingos, de la vida cotidiana.

A ellos, a esas personas que vemos en sillas de ruedas, no se les ha acabado la vida y, mucho menos, nadie puede arrogarse el derecho a cercenar su contrastada fuerza de sacrificio y sus ilusiones. Son personas que dan ejemplo en cada gesto, en cada minuto, y por ello deberíamos ser nosotros los que tendríamos que hacer una seria reflexión sobre esa falta de adaptación que revelamos sin el mínimo rubor.

La enfermedad y las diferentes situaciones de discapacidad hacen fuerte a quien las padece. Saben que la pelea es ardua, larga e incluso para toda la vida. Pero también saben que la lucha empieza por uno mismo, asumiendo que al destino se le hace frente desde la perseverancia y la fortaleza interior y que el mayor puntapié al desánimo está en esas tremendas ganas de vivir de la mejor manera posible, a pesar de las circunstancias y de las continuas dificultades.

Hay, como digo, un sinfín de ejemplos de vitalidad y entereza frente al abatimiento. Ahí está Elisabeth, una de las cuatro personas en sillas de rueda que ha obtenido el carné de piloto de ultraligero en España y que, incomprensiblemente, no puede viajar sola en un avión comercial pero sí cruzar medio país si fuera necesario al mando de una de esas avionetas. Es sólo una simple muestra de ese sinsentido que ratifica la primera y triste conclusión a la que me refería al principio: somos nosotros los auténticos inadaptados.

La mejor manera de ayudar y de ser solidarios y corresponsables no reside en ningún caso en la estigmatización de un estado físico concreto. La mejor forma de respetar a esas personas que andan con otros pies diferentes a los nuestros es modificando comportamientos insípidos y adaptándonos de una vez a esa realidad cambiante y tangible.

Somos nosotros los que caminamos torpemente. Y mientras ni siquiera seamos conscientes de ello, tampoco habremos dado muestras suficientes de una evolución cabal y sentida. Créanme, sólo hace falta una sincera autocrítica para cerciorarnos de que quizá los que estemos atados de pies y manos seamos más bien nosotros y no al revés.