España es una gran nación, repiten Rajoy y el último militante del PP. España es una nación de naciones, descubrió Pedro Sánchez. Cataluña es una nación, proclaman los catalanes, soberanistas o no. La afirmación de la nación como axioma, como único objetivo de lucha política, se ha convertido, de nuevo, en el fantasma que recorre Europa. En Francia, en Holanda, en Alemania, donde pronto habrá elecciones, se está jugando en esa clave. El "Brexit" es otra afirmación de la nación menos consistente de la historia, Gran Bretaña. Y en los USA de Trump y su manera de entender la política: "America first" -su cachito de América, claro, al resto que le den o él se encargará de darles. Vuelve la teoría del patio trasero en su versión más perniciosa. País, pueblo, nación, hasta estado, apelaciones a la unidad y la agresividad frente a los otros, los distintos, a los que se considera invasores perversos que ponen en peligro identidades y esencias.

Nunca pensé que el romanticismo llegaría tan lejos y en una expresión tan degenerada. Siempre creí que el internacionalismo de la izquierda, la solidaridad, la fraternidad, la generosidad hacia el prójimo -apoyada también por ciertos valores cristianos- se impondrían a los localismos excluyentes, totalitarios e intolerantes. En la gran nación de Rajoy sufrimos durante muchos años un nacionalismo pretendidamente español que nos hizo mucho daño; en mi caso, me convirtió en un apátrida en lo político, y un patriota de mi lengua materna, el español, y su cultura de aquí y de acullá.

Decía José Agustín Goytisolo que cuando García Márquez se fue a vivir a la calle Caponata del barrio barcelonés de Sarriá, empezó a escribir de madrugada vestido con un chándal como de portero suplente de la selección turca de balonmano. Hay fotos que lo testimonian, trabajaba en "El otoño del patriarca", creo. Todos somos un poco porteros suplentes turcos de balonmano, todos nos llamamos Alí (Fassbinder), todos somos el otro que muere en el mare nostrum, y todos nos callamos cada vez más porque impera el odio, y el miedo. Nos lo han inoculado con ganas el Poder y los poderitos como Rajoy. Pues no invirtamos ni un segundo en el odio ni en el miedo, como decía un personaje de Sthendal. Invirtamos en solidaridad, amor y justicia, y más libertad, que también se apaga. Invirtamos en la nación de la humanidad: esa sí que es grande. Ya sé, nos llamarán ingenuos.