Hace tiempo que lo digo: el enfrentamiento en Podemos se reduce a una confrontación entre rojos y progres. Y al final, creo que para bien, han vencido los rojos. La victoria de Pablo Iglesias sobre Errejón significa que la fusión, de facto, con Izquierda Unida, convierte a Podemos en una nueva versión del Partido Comunista, ese Partido Carlista de la izquierda inmune al desaliento de la historia. El PSOE suspira aliviado, porque no perderá más votos que los que recibía prestados sin ser suyos, y el PP da palmas con las orejas, porque los progres dan un poco de grima a las viejas, pero los rojos directamente dan miedo, y por miedo se pueden justificar muchas cobardías, incluso acabar votando a un mediocre impresentable como Rajoy.

Lo que aquí se ha discutido, en el fondo, es si la sociedad se cambia haciendo click en el me gusta de Facebook o quemando contenedores en la calle, sin un término medio que pueda conciliar ambas opciones. Con Errejón, ardía Twitter. Con Iglesias, la intención es que ardan las calles.

El problema estará en ver a cuánta gente le apetece sumarse a esos saraos, cuántos revolucionarios quedan, aparte de los de barra de bar y mesa camilla, y qué fuerza electoral es capaz de movilizar ese partido, capturado a día de hoy por la reivindicaciones de cien grupos de interés que van exclusivamente a lo suyo sin preocuparse de lo que realmente duele a las mayorías. Animalistas, feministas, LGTB, cantonalistas diversos, anticlericales, republicanos... Simbolismos low cost a mansalva, pero poco, muy poco énfasis en luchar por mejores salarios, servicios más eficientes y un reparto más justo y realista de la riqueza.

¿Conseguirán movilizar a todos su potenciales votantes o no podrán evitar que muchos se queden en casa porque el programa no menciona la lucha contra la extinción de la nutria albina? Ese ha sido su problema. Esa sigue sido su tragedia: que dan miedo, pero no a quien corresponde.