Hace días, el arzobispo de Valladolid y máximo responsable de la Conferencia Episcopal Española, Ricardo Blázquez, pedía perdón públicamente a las víctimas y ofrecía total colaboración para "clarificar lo que hubiera que clarificar" en el supuesto caso de pederastia del que se acusa al ex-párroco de Tábara. Una conducta que las autoridades eclesiásticas calificaron de "moralmente inaceptable" y que ha sido sancionada por el obispo de Astorga en un decreto ratificado por la Santa Sede.

Estos son los hechos, rotundos y contundentes. Además, por si no fuera suficiente, los abusos han sido reconocidos por el propio autor. Sin embargo, ni aún así. Algunos no se atreven a enjuiciar la actuación del sacerdote.

Se puede entender que a quienes fueran sus feligreses les resulte muy doloroso reconocer la aberración. También, la compasión al pederasta. Que se le tenga afecto, incluso. Pero que se hable de sus andanzas en términos comprensivos, hasta el punto de "casi" no reconocer la perversión, es difícil de aceptar.

Sucede que, en estos casos, se parte de una falsedad provocada por cierto estado emocional. Es como si la condena al agresor supusiera un acto de traición sin caer en la cuenta de que, por más méritos que hubiese acumulado durante su ministerio parroquial, aquel pasado de horror no se borrará jamás. Y es que, hay caminos sin posibilidad de retorno, puertas que es imposible cerrar una vez abiertas.

Para bien o para mal, todos somos responsables de nuestros actos. De los abusos a menores, también. Sí, también de ellos porque, a veces, parece que este tipo de desviación fuera un delito menor dentro de determinados ámbitos, sobre todo en el eclesiástico. Es cierto que tiene un precio penal pero, oyendo algunos comentarios, da la impresión de que la pederastia no ha sido tasada adecuadamente por la sociedad.

Bien está que, en el asunto que nos ocupa, el obispo, el arzobispo, cardenales, la Iglesia toda, pidan perdón por las acciones del libidinoso clérigo. ¡Sólo faltaba! También que el acusado, en un gesto que le humaniza, haya mostrado arrepentimiento. Pero no es suficiente, no basta el reconocimiento de la culpa para resarcir una infancia forzada. Lo dijo Juan Antonio Menéndez, obispo de Astorga, : "Nada en este mundo podrá reparar suficientemente el daño causado".

De acuerdo, monseñor. Nada podrá paliar la angustia de las víctimas pero, tal vez, podrían arbitrarse medidas para evitar que este tipo de conductas se repitan en el futuro. Porque la actuación del ex- párroco de Tábara, por más repulsa que provoque, no es lo más grave.

Sí, porque la suya no es nueva. Es una historia repetida en la que a la crueldad del torturador hay que añadir el comportamiento de quienes, en una infinita falta de respeto hacia las víctimas, se lavaron las manos. El silencio de los que nunca consideraron la tragedia asunto suyo y miraron hacia otro lado. La actitud de aquellos que, sabiendo de los abusos, no los denunciaron.

Cuantos encubren la pederastia evidencian una catadura moral absolutamente despreciable. Irlanda, Estados Unidos, Australia, Alemania, también España. La lista es interminable y, lamentablemente, su complicidad provocó que muchos de esos delitos hubieran prescrito cuando se hicieron públicos.

En cualquier caso, al margen de procesos judiciales, la Iglesia está obligada a perseguir estos abusos y llevar ante la justicia a los sacerdotes implicados en casos de pedofilia. Lo decía Benedicto XVI en un comunicado a los católicos de Irlanda: "...deberán responder ante Dios y los tribunales...".

Por su parte, el papa Francisco recuerda de continuo a la jerarquía eclesiástica su obligación de denunciar la pederastia. Lo hace de manera diáfana. Sin ambages, mostrando al mundo su determinación de acabar con una situación que indigna a la sociedad y avergüenza a los cristianos.

Ojalá se cumpla se deseo pero, en tanto llega ese momento, no está de más hacer pública nuestra solidaridad con las víctimas y expresar, una vez más, nuestra condena a los verdugos y a quienes validaron los desmanes con su silencio.