A las seis de la tarde sonó la detonación y cientos de gorriones levantaron el vuelo tras los arriates. Lejos, ladraron unos perros y se oyeron voces. Después, silencio.

Su origen, una incógnita. Probablemente un duelo aunque, como es sabido, suelen hacerse de madrugada y lejos del centro y no en una calle a tiro de piedra de la Puerta del Sol. O, quizás, un ajuste de cuentas entre absolutistas y liberales, uno más de aquellos terribles enfrentamientos que parecían no tener fin.

El misterio no tardó en desvelarse. Alguien, un par de manzanas abajo se había suicidado. Nada especial. Hechos así sucedían con frecuencia y, más allá de deudos y amigos, a nadie sorprendían. Sin embargo, éste era especial. Se trataba de Larra ¡El mismísimo Mariano José de Larra! Cómo era posible, con veintisiete años y tanto talento. En los corrillos madrileños no se habla de otra cosa. La conmoción es brutal. Al parecer, aquella tarde, después de discutir con su amada el literato se había pegado un tiro. Dicen que su hija pequeña lo encontró en un charco de sangre bajo una mesa.

Fue al día siguiente durante su entierro cuando, en plena ceremonia, un joven delgado y pálido se abrió paso entre el gentío con unas cuartillas en la mano y saltándose el protocolo se acercó a la sepultura de Fígaro y se encaramó a una lápida.

"Ese vago rumor que rasga el viento?", comenzó a declamar con descaro ante la sorpresa de quienes abarrotaban el Cementerio General del Norte, "? es la voz funeral de una campana; / vano remedo del postrer lamento / de un cadáver sombrío y macilento / que en sucio polvo dormirá mañana...".

Se trataba de una elegía en homenaje al suicida y, según él mismo contaría más tarde, la había compuesto horas antes en su buhardilla a la luz de una vela y con un mimbre afilado que mojaba en el tinte prestado por un cestero amigo. La emoción le atenaza. Tiene los ojos arrasados en lágrimas y la voz embargada. Por momentos parece que no va a poder continuar, sin embargo, consigue sobreponerse a la ansiedad y acaba. Dobla las cuartillas. Con timidez, esboza una sonrisa y sólo entonces se atreve a levantar la vista.

La sorpresa es absoluta. La actuación ha terminado pero los asistentes apenas si se atreven a respirar por no romper el hechizo. Estremecidos, se miran incrédulos. Nunca han escuchado recitación igual. Nunca, versos tan dolientes. El silencio es sobrecogedor. ¿Quién es el genio? ¿De dónde, ese joven que mira entre sorprendido y asustado?... "Se llama Zorrilla", cuchichea alguien en un extremo del camposanto. "... Zorrilla... José Zorrilla..."

La respuesta es un murmullo que se extiende en círculos cada vez más amplios entre quienes han conducido al ilustre Larra a la mansión de los muertos. Un bisbiseo que serpea y se expande entre cipreses y tumbas. Que crece incontenible a medida que asciende las, normalmente, solitarias avenidas y, finalmente, triunfal y poderoso, estalla en un ensordecedor clamor de vítores y aplausos que trasciende las paredes de cal blanca que rodean el recinto. "...¡Zorrilla!", ¡Zorrilla!", "¡Zorrilla!...". Es el grito unánime de una multitud enfervorizada y definitivamente rendida al talento de aquel adolescente de levita raída y pelo alborotado. Era el quince de febrero de 1837, lunes de carnaval, y hacía mucho frío. Nacía un poeta...

Así fue. De esta manera, un tanto folletinesca, comenzaba la andadura de quien acabaría siendo el literato más popular de su época. Ahora, en el bicentenario de su nacimiento, sirvan estas líneas de recuerdo a su memoria. De reconocimiento a la obra de don José Zorrilla, el insigne poeta y dramaturgo castellano.