Pocos tendrán duda de que el turismo es una fuente inagotable de recursos económicos para Castilla y León. Y lo es por méritos propios. Su diversidad cultural, el rico patrimonio histórico-artístico, su naturaleza y el origen de un nexo común y universal como es la lengua española son suficientes e innegables argumentos. Pero junto a todos ellos hay otro muy significativo que va a ocupar cada vez mayor peso en el potencial turístico de un territorio: la gastronomía.

Cierto es que la comunidad ha avanzado de manera extraordinaria, merced al empuje de empresarios de raza y al compromiso público, en todo lo relacionado con el turismo que suscitan las bodegas con denominación de origen. Sin embargo, no estaría de más pensar que los tiempos benévolos en el entorno del vino tendrán fecha de caducidad si no se acompañan con planes que permitan, no ya la sostenibilidad del negocio, sino el legítimo crecimiento al que aspiran las marcas. Las exportaciones son una clave esencial en el desarrollo empresarial, pero no debe ser la única. De ahí el esperanzador camino que aún queda por recorrer en un área tan pujante como es la gastronomía.

Porque es indudable que la excelencia de los productos de la tierra y la profesionalidad en la elaboración de los platos más singulares van a ser a corto plazo determinantes en el liderazgo o no de Castilla y León como destino turístico. Los visitantes quieren descubrir parajes naturales y catedrales, pero es obvio que los que tienen poder adquisitivo buscan también maravillarse con el recetario autóctono.

Sólo con decir que la gastronomía generó en la Comunidad 476 millones de euros en 2016 ya es suficiente motivo como para promocionarla dentro y fuera de las fronteras españolas. El trabajo conjunto en la Mesa de la Gastronomía auspiciada por la Junta es un buen ingrediente para abordar la cocina de la tierra como un factor competitivo e inspirador. Ahora falta que no se quede en una carta de intenciones y el guiso previsto se nos acabe quemando en los fogones de la desidia.