Transcurría la primera mitad del siglo XIX, cuando Zamora fue declarada plaza fuerte por la reina gobernadora María Cristina y los personajes de este relato vivían en la ciudad junto al Duero.

La Zamora de entonces se recogía dentro de un recinto amurallado que cerraba sus puertas al llegar cada anochecer. El barrio en que se encontraban la mayoría de los talleres de artesanos se asomaba a orillas del río Duero. Próximo a este barrio había un cuartel de Caballería en el que se instalaba una importante guarnición militar.

Las calles del barrio de los artesanos agrupaban, en cada una de ellas, los oficios propios de diversas especialidades; había talleres de alfamareros, caldereros, carpilleros, carniceros, curtidores, laneros, olleros, herreros, plateros o zapateros, y eran estas actividades las que daban nombre a las respectivas calles.

En la calle de Zapateros ejercía su profesión Rodrigo, un joven que seguía la tradición de trabajar el cuero, procedente de la tenería vecina, y la suela tal y como le habían transmitido sus antecesores desde varias generaciones atrás. Rodrigo era ya un experto en la confección de toda clase de calzados: zapatos, sandalias, babuchas o borceguíes con que calzar los pies de cualquier vecino zamorano o forastero.

Elisa, una guapa zamorana que trabajaba en el taller de alfamareros, próximo a la zapatería de Rodrigo, encargó a éste, con el sacrificio de gastarse sus buenos maravedíes, que le hiciera un par de zapatos para lucirlos en los días de fiesta o cuando terciase; aunque , realmente, el encargo era un medio de entablar conocimiento con Rodrigo.

Llegó el día en que los zapatos estuvieron terminados y cuando Elisa acudió a recogerlos, quiso Rodrigo probárselos en el mismo taller. Con la mayor delicadeza de que era capaz, tomó en sus manos uno de los piececitos de Elisa que, primeramente acarició y luego le colocó el zapato que se ajustó suavemente; luego le puso el otro de igual manera y le pidió que diera unos pasos por el local. Ella tuvo la sensación de que flotaba en el aire en lugar de andar. Expresó su complacencia por tan satisfactoria prueba y se despidió de Rodrigo, marchando feliz con su adquisición.

Mientras Rodrigo recortaba el cuero, cosía las pieles y claveteaba la suela, había estado pensando en la atracción que Elisa ejercía sobre él, hasta el punto de que ya se estaba haciendo a la idea de confesarle su amor y pedirla en matrimonio. Así que no era extraño que aquellos zapatos fueran portadores de un mensaje que, sin palabras, coincidía en la mente de ambos.

Por aquellas fechas, se celebraban en Zamora grandes fastos con motivo de la promulgación de la Constitución firmada por la reina gobernadora, María Cristina, en nombre de su augusta hija Isabel II. Las calles estaban engalanadas, tribunas instaladas en las principales plazas lucían vistosas colgaduras, los repiques de campanas se escuchaban por doquier.

El magno desfile que se organizó para tal celebración estaba compuesto por piquetes de la Milicia Nacional a caballo, Dragones también montados, maceros que custodiaban al portador de una bandeja de plata sobre la que iba un ejemplar del Texto Constitucional; muchos personajes, con aire de autoridades vestidos de gala acompañaban al cortejo.

Tan pronto como Rodrigo terminó su jornada, se fue en busca de la dueña de sus pensamientos y le confesó su ardiente amor. Ella creía estar en situación onírica y como era lo que deseaba, no quería despertar. Todo quedó claro cuando el joven pretendiente la convenció de que estaba bien despierta con su declaración de amor. Y es que San Valentín ya andaba por entonces en Zamora ejerciendo su idílica influencia.

Siendo como es esto un cuento con final feliz, Elisa y Rodrigo se casaron y fueron felices durante toda su larga vida, dejando una prolífica descendencia en la Puebla del Valle, junto a la Puerta del Cabezudo.