LA Opinión-EL CORREO de Zamora del pasado 29 de enero nos despertaba de manera brusca.

Resulta que el Obispado de Astorga suspendía en sus funciones a cierto sacerdote por abusos a menores. Ejercía el ministerio en nuestra provincia y se trataba, según la portada, del primer caso de pederastia verificado por El Vaticano en Castilla y León. Ya en el interior, se ampliaban detalles.

Fue a finales de la década de los ochenta en el Seminario Menor de La Bañeza. La denuncia de un exseminarista en carta dirigida al papa Francisco provoca la apertura de un proceso penal canónico en el que se le acusa de abusos sexuales durante el curso 1988-89. Las víctimas eran niños. Cursaban octavo de EGB.

De esta manera triste y dolorosa, de todo punto inesperada, comenzaba el final de un apostolado parroquial para quien durante casi tres décadas fuera cura de Tábara y otros pueblos de la comarca. En mayo del pasado año, un decreto firmado por el obispo de Astorga, y ratificado por la Santa Sede a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe, acuerda, entre otras medidas, privarle del "...oficio de párroco...". Estos son los hechos, escuetos y penosos. Sobran los detalles.

Conozco al personaje. En ocasiones compartimos mesa y mantel. Durante algún tiempo, la pasión por un par de siglos de nuestra Historia y, aún cuando nunca me consideré su amigo, le apreciaba. Por esto, resulta duro. Fatiga escribir bajo implicación emocional, sin embargo, la fidelidad a las propias convicciones debe ser irrenunciable para quien tiene acceso a un medio de comunicación. De ahí, mi propósito de afrontar este caso por más que el ánimo invite al silencio. Es demasiado fuerte mi indignación como para silenciarlo.

No se trata de hacer leña del árbol caído, pero con los abusos sexuales a menores no debiera haber ningún tipo de consideración social. Nunca. En ninguna situación. Tolerancia cero a la pederastia. De ahí, mi público rechazo al comportamiento del párroco. Mi firme condena a su conducta, más dolorosa, si cabe, por lo cercana. Mi repulsa, total y absoluta, a una perversión que pudiera ser constitutiva de delito, castigada con cárcel, incluso, aún cuando en este momento no se plantea tal posibilidad.

Sucede que los hechos han prescrito. Ocurrieron hace tiempo con la permisividad del rector del Seminario y algunos educadores que, conociéndolos, los validaron con su silencio.Todos ellos fueron cómplices de la aberración y ahora, treinta años después, la publicación de aquel mutismo condena su cobardía y avergüenza a la institución que representan.

El señor obispo, por su parte, ha pedido perdón para "reparar el daño" causado por la conducta "moralmente inaceptable" del sacerdote. Perfecto. Nada que objetar. Es lo que cabría esperar de cualquier cristiano pero, tal vez, a quienes sufrieron los abusos les parezca insuficiente.

Sí, porque después de aquel curso digno, según parece, de un guión de terror, después de las vejaciones repetidas noche tras noche con total impunidad, ... ¿Alguien cree, de verdad, que es suficiente pedir perdón para reparar el dolor causado? No sé. Yo tengo dudas, la verdad.

Para finalizar, el baño de masas que el expárroco se dio en Tábara el 16 de octubre del pasado año. Por qué no lo evitó. A cuento de qué, aquel afán de aplausos. Conocía la sentencia, ya había sido apartado del oficio parroquial por las autoridades eclesiásticas, sin embargo, tuvo la desfachatez de aceptar el homenaje sentido y cálido que le dispensaron sus, hasta entonces, feligreses. Gentes nobles e ingenuas que, aún, no sabían de sus andanzas.

Fue el colmo del descaro. La guinda del pastel, pero así son las cosas. Así, el mundo con sus miserias.