No podía haberlo expresado mejor un joven egipcio de nombre Jalid antes de tomar en Berlín un vuelo a Nueva York. "Estoy estremecido. No me afecta personalmente (la prohibición de entrar en EE UU), pero sí a mis hermanos musulmanes. Trump hace todo lo posible por aumentar el odio en el mundo", declaró a la prensa.

Egipto no figura entre los siete países de mayoría musulmana a cuyos ciudadanos el autócrata de la Casa Blanca ha decidido caprichosamente prohibir la entrada en el país. En la lista figuran países materialmente destrozados por anteriores presidentes de Estados Unidos como Irak o Libia, pero no los también musulmanes Egipto y Arabia Saudí.

Para el país que no duda en proclamarse líder del mundo libre, las violaciones de los derechos humanos nada importan siempre que se trate de gobiernos aliados y no importunen a Israel. En el caso de Arabia Saudí pesan más sus ingentes reservas de petróleo que el hecho de que su régimen feudal sea el mayor exportador a todo el planeta de la ideología wahabita, la más fanática del Islam. ¿Cómo no recordar también que la mayoría de los terroristas que atentaron contra EE UU el 11 de septiembre de 2001 procedían de Arabia Saudí o que el fundador de Al Qaeda tenía también esa nacionalidad?

Da igual: buscar una explicación racional a las decisiones erráticas de un personaje como Donald Trump es perder el tiempo. En cualquier caso, su decisión de prohibir de un plumazo la entrada en el país a los ciudadanos de seis países islámicos sólo dará alas, como barruntaba el joven egipcio, a los extremismos de uno y otro signo. A los fanáticos del Yihad nada les conviene más que un incremento de las humillaciones y ataques contra los de su fe. Y a su vez, los fundamentalistas cristianos y los racistas blancos se reafirman en su oposición frontal al islam y al mundo árabe en general cada vez que algún fanático grita "Alá es el más grande" en el momento de cometer un atentado.

Quien siembra el odio, sólo recogerá tempestades.