Si hay una cuestión meridianamente clara es que, para bien o para mal, estamos a las puertas de una encrucijada histórica, incluso comparable a las grandes revoluciones de los últimos siglos. La era Trump ha comenzado y, como era de esperar, va a anteponer los intereses de Estados Unidos al resto de cuestiones, protegiendo al país contra toda incursión para tratar de convertir en realidad ese lema de campaña que le ha acompañado por todos los estados: hacer una nación grande de nuevo. Es verdad que estamos ante un personaje políticamente incorrecto, pero no es menos cierto que también estamos ante una nueva forma de hacer política, con una imagen muy bien trabajada para los fines populistas que perseguía y con una independencia casi absoluta de los partidos y lobbies, lo que le ha acercado de manera extraordinaria a los ciudadanos. Ayer mismo se encargó de reiterarlo en su discurso de investidura, en el que advirtió que todos los acuerdos, las medidas fiscales y las relaciones internacionales tendrán como eje primordial a Estados Unidos, insistiendo en esa máxima suya de pasar el poder de Washington, D.C. al pueblo norteamericano.

No es una figura neutra. Odiado y detestado, pero encumbrado a la vez hasta cotas insospechadas por sus seguidores, que ven en él a una especie de caudillo salvador de todos los males que acechan a la sociedad estadounidense. Subestimarlo sería un error por parte de la comunidad internacional. Esa fue, de hecho, la mayor equivocación cometida por sus contrincantes políticos. No crean que asistimos a las excentricidades de un "showman" del tres al cuarto, sino más bien a las las estrategias de un tipo inteligente al que le rodea un equipo potente de su máxima confianza y lealtad. Pese a llegar a la Casa Blanca con un índice de aceptación muy bajo, asume el poder en un momento dulce en lo económico -moneda fuerte, baja tasa de paro y economía en crecimiento-, sin deudas con el "establisment" establecido y, al menos sobre el papel, con todo el control interno sobre el Ejecutivo, las Cámaras Legislativas y el Tribunal Supremo.

Sabemos que su llegada a la presidencia estadounidense llena de incertidumbre importantes avances logrados en su país en los últimos ocho años, hasta el punto de que preocupa qué va a suceder con el sistema sanitario diseñado por su antecesor, el conocido como "Obamacare", dejando a lo mejor sin cobertura médica a muchos millones de ciudadanos. Qué va ocurrir también con el anunciado muro en la frontera con México o qué va a decidir en relación a la derogada ley de "pies secos, pies mojados" que tantas expectativas abría a los cubanos.

Y por encima de sus conocidos enfrentamientos con la prensa, especialmente ante los medios menos afines, y su vehemencia hacia quienes se manifiestan en su contra, lo realmente preocupante va a ser -y es- su política exterior. Por sus movimientos se puede colegir que busca el acercamiento con Rusia e Israel y que ha situado claramente a China en la diana enemiga. Su acercamiento a Putin no gusta ni siquiera a los republicanos y muchos ciudadanos no ocultan su temor a que la era Trump acabe siendo sinónimo de nuevos conflictos bélicos.

De su Gabinete, en el que hay 21 hombres y 4 mujeres, cabe apuntar que si Trump es conocido por su visceralidad no es menos radical su vicepresidente Mike Pence, un ultraconservador; como también es notorio que en su Gobierno no hay ningún hispano, a pesar de que hay más de 55 millones en Estados Unidos y representan el 17 por ciento de la población, algo que no ocurría desde 1988.

Trump tiene en sus manos la posibilidad de ser un gran revolucionario. Aunque como la historia nos enseña, los líderes revolucionarios que anhelan un cambio radical entre sus conciudadanos, acaban por crear un culto inmenso a su propio ego, desconectando de la realidad y dejando un legado peor de lo que pretendían sustituir.