Bueno, pues ya tenemos, ya tiene el mundo, a Donald Trump en la Casa Blanca, el 45 presidente de Estados Unidos, representante de la derecha y el conservadurismo más genuinos después de los ocho años de mandato de Obama que, aparte de su ridículo e inmerecido Nobel de la Paz, fruto de poderosas presiones de los lobbys progresistas, ha supuesto, a la hora del balance bastante más ruido que nueces, aunque se reconozca una cierta mejora de la economía y un repunte del empleo, si bien ninguno de los dos positivos aspectos ha servido para impedir la enorme desigualdad social que continua lastrando a aquel gran país, tenido por el de las oportunidades.En el plano internacional, ha sido el deshielo de las relaciones con Cuba el logro más importante, o más vistoso al menos, del primer presidente negro en la historia estadounidense, un hito que desde la izquierda se pensaba continuar con el ascenso de una primera mujer a la presidencia, la señora Clinton, meta frustrada por los electores.

Desde entonces, desde noviembre, medio mundo se echa las manos a la cabeza, sin querer tener en cuenta la legitimidad de las urnas. Es presidente de la nación el votado por la mayoría del pueblo, esto es democracia y no hay más que discutir. Aunque no quieran entenderlo así esas 200.000 mujeres, pero no solo mujeres, que no le votaron y que se lanzaron a la calle, en Washington, a protestar, con muy escaso talante democrático y evidenciando que no saben perder. A Trump como a todo el que llega a un cargo hay que darle un margen de confianza, por mínimo que sea, pero que a él se le niega. Pese a sus excesos verbales y sus dislocados conceptos sexistas y racistas, sus intereses empresariales, el equipo de duros halcones del que se rodea, y todo lo que la indignada izquierda quiera, ni peligra la estabilidad de un sistema tan fuerte como el de Estados Unidos ni sus enemigos serán tantos a la hora de la verdad. Con las grandes potencias, su entendimiento parece asegurado, aunque Europa y Asia le miren con recelo. Los que mandan nunca se pelean abiertamente entre ellos. Presumir que la era Trump va a ser peor que cualquiera de las anteriores, solo por la personalidad del nuevo presidente, es demasiada previsión, falsa e interesada, aunque se comprenda la tremenda frustración del universo izquierdista.

Trump quiere hacer más grande Estados Unidos, convertir a su país en el primero y en lo primero, recuperando sus valores tradicionales. Incluso ha instaurando el día del Patriotismo. Y millones de estadounidenses, tan dignos de respeto como quienes están en su contra, le apoyan. Ha nombrado un Gabinete compuesto casi todo por hombres, blancos, millonarios, y conocidos por su conservadurismo incluso por encima del propio Partido Republicano. Las mujeres tendrán menor representación en puestos ejecutivos que con Obama pero precisamente las mujeres han supuesto en las urnas un porcentaje decisivo a su favor, aunque otras, las perdedoras, hayan nutrido la marea de la marcha rosa. Trump aporta un revoltillo de ideas fijas políticamente incorrectas pero que quienes le votaron ven como muy oportunas y que como ya se notó en su campaña, la realidad puede hacer más flexibles y pragmáticas. O no.