Es domingo. Las nubes han descendidobruscamente y las calles aparecenocupadas por una niebla densa que hace temblar el termómetro. Mientras toma café, y ojealos periódicos, las noticias llegan aperturbarle, hasta el punto de hacerle cambiar su ritmo cardiaco. Y es que, últimamente se encuentra muy sensible ante las situaciones de abuso e intolerancia.

En la prensa se habla de un suicidio, acaecido en la cárcel, y protagonizado por un terrorista islámico que, horas antes, había celebradoconsus correligionarios un nuevo atentado. Según reza la noticia, el presidiario, se habría colgado de su propio cinturón, que previamente habría sujetado a la ducha, en su fanática prisapor ir a disfrutar del paraíso.

Le sorprende que algunos comentaristas aprovechen la noticia para sacar a relucir que las cárceles acogen a más presos de lo que conviene a su capacidad, y también que se despachen diciendo que la vigilancia no es suficiente, que de haberse puesto los medios necesarios el presidiario en cuestión no habría podido consumarelsuicidio.

Aprovechar la muerte de un individuo para reivindicar mejores condiciones enlas prisiones no le parece limpio, y menos aun teniendo en cuenta el perfil del personaje objeto de la noticia. Pero es que los seres humanos no podemos por menos de meter las narices en la vida de los demás, e incluso en la muerte; a opinar, a dogmatizar sobre cuándo y cómo se debe morir. Nos olvidamos que eso debería quedaren manos de la naturaleza, o en el peor de los casos de cualquiera de nosotros. Pero en casos indeseables son las manos asesinas de los terroristas las que deciden, en función de no se sabe que principios o ideas. Y todo eso sucede con independencia de las características de las cárceles sean o no adecuadas.

En páginas menos destacadas, un artículo de opinión condena enérgicamente la legalización de la eutanasia, incluidos aquellos casos en los que, por desgracia, al demandante de tal derecho no le queda ninguna esperanza de poderse agarrar a la vida. Se trata de esa manía que tenemos de meterlas narices en la vida de los demás, sin pararnos a analizar si es eso lo queotros desean o necesitan. Y es que el sistema no solo se empeña en imponer unmontón de obligaciones, sino también en hacer renunciar a determinados derechos, entre los que se encuentraelde disponer dela propia vida que, por otra parte, es lo único que tenemos la certeza que nos pertenece.

Bastaría ponerse en el lugar de los que optan por una muerte digna para comprenderlos, pero claro, es má scómodoobservar la escena desdelo alto de la atalaya, comiendo un bocadillo de panceta, ya que de esa manera no se aprecian los sufrimientos, ni la escasez o no de los recursos o ayudas que necesitanquienes así se manifiestan.

A la sociedadse le abren las carnes ante una noticia como la del suicida de la cárcel, y se le cierran los poros de la piel ante quien revindica la eutanasia. No llega a distinguir a los buenos de los malos. Peroclaro, es que el mal o el bien implica una determinada concepción moral, una intención determinada y una cierta forma de pensar, y se da el caso de que el intolerante no razona, actúa al aliguí, convencido que él tiene razón, orgulloso dedar por saco a aquellos que se le antojan diferentes.

De regreso a casa, el ciudadano observa como un manto de nubes, cargadas de misterio, cabalgan desde el río vacías de ideas y sentimientos. Cruza la Plaza Mayor, barriendo el suelo con la mirada, y alzando la miradahasta dóndele alcanza la vista. Allí, en la calle de san Andrés aparece la silueta de un nombre, un ovillo envuelto en un tabardo marrón, tirando a casposo, ajustado como la chambra de la abuelita. Alguiense cruza son él, mirándole con complicidad, como queriendo decirle que cuando muera, todo lo suyo pasará a ser de los demás, todo menos sus sueños.