Las universidades públicas de Castilla y León no son ajenas a un escenario de cierta inquietud producido por la confluencia de varios factores tanto endógenos como externos. A la complicada gestión económica se une el excesivo coste de mantenimiento de los edificios, la paulatina pérdida de estudiantes, el progresivo envejecimiento del profesorado y la existencia de grados de escasa viabilidad. Nada nuevo si repasamos los balances de los últimos años, en los que se repite una problemática que, por suerte, poco afecta por ahora a la calidad de la enseñanza que se imparte en las aulas.

No todas las universidades públicas de la comunidad presentan el mismo diagnóstico. La casuística es proporcional al número de instituciones universitarias y a sus peculiares características. A las autoridades educativas compete juzgar por el mismo rasero a las cuatro universidades públicas de la región, discriminando positivamente a las que cumplen con los objetivos de déficit respecto a las que no lo hacen y valorando la calidad docente, la capacidad investigadora y la aportación de cada una a lo que se denomina transferencia de conocimiento.

Urgen medidas para incrementar el atractivo de nuestras universidades a un alumnado que, obviamente, habrá que captar cada vez más fuera de Castilla y León. Y también planes que favorezcan la movilidad de profesores entre los distintos campus universitarios para que, al menos desde un punto de vista conceptual, pensemos en esa eufemística idea de que todos ellos forman parte de una sola universidad de Castilla y León. Me dirán, y con razón, que lo que prevalece en este ámbito no deja de ser el reflejo propio de esta tierra, en la que la pluralidad territorial se aborda desde estériles y frecuentes posiciones de mera rivalidad local. Por ello, conviene que todas las propuestas, vengan de donde vengan, surjan del análisis sosegado, del consenso entre todas las partes y del criterio de eficiencia. Hay mucho en juego como para tomárselo a la ligera.