Suele suceder en estas fechas próximas a la Navidad y en el umbral de un nuevo año. Nos invade una especie de vocación colectiva por las muestras de solidaridad hasta el punto de que no son pocas las instituciones públicas, las empresas y los colectivos que anuncian estos días sus iniciativas solidarias. Las campañas de recogida de juguetes y los programas de voluntariado en comedores sociales son solo un ejemplo de ello. No voy a poner en duda, ni mucho menos a menospreciar, este tipo de acciones, porque el fin último es ayudar al que menos tiene, proporcionándole siquiera un caldo caliente en medio de la gélida noche o provocando la sonrisa en el rostro de un niño al entregarle un juguete. Solamente una mirada de profundo agradecimiento como respuesta justifica cualquier gesto de solidaridad por pequeño que este sea, porque en realidad la magia de la vida consiste en ponerse en el lugar del otro. No se trata, como digo, de suscitar aquí una mínima crítica hacia estos comportamientos, sino de abogar, precisamente, por la extensión de esa actitud a lo largo de todo el año y no solo durante estos días de olor a turrón y polvorones en los que la conciencia prevalece sobre la indiferencia.

Ojalá que ese espíritu de compromiso social impregne también nuestro sentido de ser y de estar los siguientes once meses y nos haga recapacitar sobre lo efímero de las cosas. No esperemos a enfrentarnos a las adversidades para abandonar esa habitual querencia a la desinhibición y reaccionemos ante la aflicción ajena sin esperar al preludio navideño. Es a eso y no a otra cuestión a la que quiero referirme, porque las personas a las que pretendemos ayudar pasarán, por desgracia, otros muchos días y otras muchas noches sin el amparo que ahora nuestra mano quiere dar cuando se apague el brillo de las luces y enmudezca el tintineo de los villancicos.