No podemos construir el bienestar económico sobre la injusticia, ni nuestra tranquilidad sobre la indiferencia. La Europa que se lava las manos frente al drama de los refugiados, la que levanta alambradas en sus fronteras, la que se deshace de las víctimas de la violencia situándolas en países de dudosa trayectoria, no es la mía. Esa Europa insolidaria, egoísta y cicatera no es aquella de la que me gustaría presumir.

La desigualdad social sigue creciendo en la Unión de forma imparable sin que los círculos decisorios, en el colmo del cinismo, ni siquiera admitan la existencia del problema. Cada vez son más quienes piensan que los jóvenes tendrán una situación económica peor que la de sus padres y al pesimismo por la evolución de las economías familiares hay que sumar la creencia generalizada de que los políticos, salvo honrosas excepciones, se han convertido en virtuosos expertos en triquiñuelas legales al servicio del poder financiero.

Sucede que, con una poderosa maquinaria de persuasión, esa clase política que, paradójicamente, fue elegida para legislar a favor de la ciudadanía ha tejido una sutil red de dependencia que permite crear auténticos imperios de pobreza disfrazados de progreso donde los ciudadanos no son otra cosa que minúsculos seres insignificantes sin, apenas, valor. Poco más que papeletas dentro de un sobre, color sepia y cerrado, que, de tarde en tarde, autorizan a estos nuevos señores feudales a seguir ejerciendo el derecho de pernada. No. El futuro no se presenta halagüeño, por más que algunos lo quieran embellecer. Los viejos fantasmas parecen haber vuelto a Europa y, de un tiempo acá, vemos cómo las posturas se han radicalizado. Nada nuevo, por otra parte, esa especie de delirio colectivo. Y es que con las estrecheces económicas aumentan los estereotipos negativos, surgen los nacionalismos, se multiplican los grupos xenófobos, afloran los nostálgicos de regímenes totalitarios.

El mecanismo psicológico es muy simple. Se trata de identificar a los causantes del infortunio. Negros, hispanos, gitanos, homosexuales, inmigrantes o judíos, ¡qué más da! Convertido en "chivo expiatorio", cualquier colectivo será válido para descargar en él la propia frustración de modo que con su sacrificio, como en la antigua tradición hebrea, la comunidad quede libre de la propia responsabilidad.

Si un individuo está en el paro y sin posibilidades de normalizar su situación laboral, lo más probable es que se sienta defraudado. En ese estado, no podrá dar una paliza al sistema económico para liberarse de la lógica frustración, ni al Fondo Monetario Internacional, ni a los mercados financieros, ni a los políticos, por grandes que sean las ganas, pero sí puede encontrar un grupo sobre el que descargar su agresividad sin que, por ello, su decencia se vea amenazada. No importa que el colectivo sea inocente. Convencido de la culpabilidad del grupo, el individuo considerará correcta su actuación por más que sea deleznable. Para ello cuenta con el prejuicio, una forma de justificar la propia crueldad: "...no son más que basura..., promiscuos..., unos delincuentes de mierda...". "¡Que se jodan!...".

Probablemente, todos hemos oído estas lamentables expresiones en más de una ocasión. Despreciables e injustas por cuanto tienen de temerarias aunque a algunos parece no importarles cuando se trata de salvaguardar la propia decencia. Denigrado el grupo, convertido definitivamente en "chivo expiatorio", se verán a sí mismos como personas decentes. El colectivo es el único responsable, pensarán. Al fin y al cabo, "...ellos se lo han buscado...".

No. No parece prometedor el futuro de la Unión por mucho que algunos digan. Al menos desde Los Tres Árboles, es decir, desde la lejanía que se le supone a una pequeña ciudad de provincias, esa es la percepción. Las estrecheces económicas han hecho aflorar la intolerancia y los fanatismos resurgen. La serpiente de la xenofobia ha vuelto a poner huevos y, de no aplastarlos, los asquerosos reptiles acabarán rompiendo el cascarón.