Esta ausencia de organizaciones cooperativista, en la gestión urbanística de Zamora, ha convertido en protagonistas excluyentes a empresarios inmobiliarios y especuladores del suelo con una presencia definitiva en todas las fases del proceso que implica la gestión del urbanismo. Ahí están los resultados, ante un Ayuntamiento sin medios para atender a todos los múltiples aspectos de las demandas sociales y de gestionar el plan, son los propios promotores los que van a decidir la ubicación y forma de las nuevas extensiones de ciudad, a pesar de las discontinuidades y que solo tienen explicación a partir de un parcelario dibujado por los límites de las propiedades, y que delatan su reciente pasado rústico, sin demostrar capacidad alguna de conexión con los espacios propios de ciudad. O también, del otro aspecto que presenta el casco de ciudad consolidada, en que se han convertido usos y edificaciones existentes en meras cifras de edificabilidad base del negocio. Y eso salta a la vista, cuando se ven bloques descomunales introducidos en una trama menuda de calles y edificaciones, que se confirman rotundamente viendo los planos.

En Zamora no tuvimos a un marqués de Lozoya, cuya autoridad estaba por encima de los cabildeos locales, además de la falta de agrupaciones que podían haber tenido su sitio en la oferta de viviendas en barrios de rentas modestas, como fue el caso de la JOC de Segovia, lo que permitió que los operadores locales, disfrutasen de unas condiciones de exclusividad, y por tanto el de poder influir en las determinaciones del Plan, y en especial con los datos que afectaban a la rentabilidad de su negocio y la cotización de precios del suelo, que dependía fundamentalmente de la calificación urbanística que concediese el Ayuntamiento.

En la fecha de hoy, con la depresión económica que ha paralizado la actividad inmobiliaria y con el panorama de una ciudad descalificando terrenos que habían hecho edificables los diversos Planes, supone el agotamiento de un ciclo expansivo, que no ha venido respaldado por un crecimiento económico. La ciudad ha perdido muchas de las condiciones que la habían hecho tener la consideración de monumental. Los monumentos ahí siguen como joyas que han resistido al acoso del entorno que les ha prestado la ciudad. Esta se ha ocupado de impulsar su crecimiento alentado por sueños de un futuro imaginado y que se ha esfumado. Todo ello a costa del abandono de unos barrios antiguos, pero auténticos por no figurar en los objetivos del negocio inmobiliario, hoy día despoblados y sin equipamientos que han volado para reforzar a las nuevas extensiones de ciudad.

Un capítulo que merece especial atención es comentar la actitud de las autoridades urbanísticas de la ciudad con las propiedades inmobiliarias de instituciones como Iglesia, colegios, Ejército, Hacienda, etc. Pues el traslado de sedes o el simple hecho de obtener rentas de un suelo en un mercado controlado por unos pocos han introducido cambios que han sido en menoscabo de sus valores ambientales y del aumento de su densificación habitacional. Con cualquiera de estas instituciones, cuya prioridad no debe consistir en hacer negocio con las plusvalías de un suelo urbano, que están originadas por la propia ciudad, y por el valor de exclusividad de las obras que son resultado de la creación humana, es un espectáculo ver como dignísimos señores del Gobierno de la Iglesia y del Estado, ponen precio a algo exclusivo que son parte de la ciudad. Todos estos entornos que son parte de la escena del monumento, deberían tener un status especial en el Plan, de forma que en su valoración se sopesasen los costos del traslado de la actividad que desempeñe, y la del valor de reposición de la construcción existente. Pero no seguir la valoración en función de un Plan desarrollista que se basa en la plusvalía que genera la vivienda como objeto de consumo.

El mal está hecho y no hay ya remedio ante los desaguisados que han propiciado ventas en zonas tan estratégicas. Solo hace falta recorrer el entorno del antiguo Cuartel Viejo con el solar del colegio del Corazón de María o el convento de las Concepcionistas frente a la Catedral, que supone la degradación definitiva de los espacios de su entorno o el convento de las Claras, con un gran huerto sustituido por una manzana de viviendas con una nueva calle. Todas estas actuaciones deberían haberse transaccionado con los órganos competentes y siempre apelando a su sentido de Estado, de Iglesia, con sus representantes más preclaros, lejos de todo juego ventajista. Los Ayuntamientos tienen variados recursos valiosos que ofrecer a este tipo de instituciones, que las resarza de una pretendida pérdida. Esto, más que un negocio entre ventajistas, se trata de preservar la calidad de los espacios libres o los construidos, con los adecuados para dar mayor consistencia a la ciudad heredada.

Y lo que se pide, tal vez llegue demasiado tarde para enmendar la situación lamentable del entorno de la Catedral. Pero no es imposible como lo demuestra el valor de la acción ciudadana y de cómo se rescataron las edificaciones del Cuartel Viriato, para convertirlas en anejos de la Universidad de Salamanca. Un verdadero milagro, un objetivo que ni soñado aparece ante tan generalizado desastre.