Siendo niño me gustaba oír hablar a los mayores. En el salón de mi casa, en la fuente de la plaza, en la fragua, a la puerta de la cantina. En cualquier lugar. No entendía nada de lo que decían, pero aquella onda expansiva que llegaba a mis orejas llena de sonidos resultaba placentera.

Desde entonces, me gustan las palabras. La conversación, la manera de guiarla, de decir, de argumentar, de ceder el turno al otro, de escuchar para volver a decir. Y es que esa forma distendida de compartir espacios con la expresión verbal como herramienta tiene algo de magia. Puede generar, por sí misma, criaturas y lugares y convertir en verdadero lo que nunca fue transformando, en memorables, hechos anodinos. Es capaz, incluso, de perpetuar lo ficticio suplantando a esa otra realidad percibida a través de los sentidos que, volátil y escurridiza, se renueva de continuo.

Una ciudad, por poner un ejemplo, no son solo las calles que pateamos, o sus tiendas y jardines. También las voces de quienes, a lo largo del tiempo, la cantaron hasta el punto de inmortalizarla en la memoria colectiva. Es como si, generación tras generación, un sinnúmero de trovadores le fuese dando forma y, desafiando la exactitud de archiveros y cronistas, acabara levantando otra ciudad paralela a aquella en la que vivieron. Sí. Me gustan las palabras, su poder de seducción. Me divierte combinarlas, transitar por ellas, perseguirlas, exprimirlas, disfrazarlas, explorar su ambigüedad. Es un juego fascinante que, a poco te descuides, cautiva, sin embargo, habrá que ir con cuidado porque el lenguaje no es tan inocente como a primera vista pudiera parecer. Todo lo contrario. A veces, en manos de según quién, puede convertir una realidad incuestionable, por más que sea terrible y su evidencia nos acose, en un simple relato que apenas merece atención más allá de la curiosidad que provoca su lectura.

Digamos, por hablar de alguna, la realidad del "hambre". Me refiero a esa plaga tan antigua como la humanidad que hace morir a veinticinco mil personas cada día. Unas cincuenta en el tiempo que usted, estimado lector, ha tardado en leer el artículo. Ocho o diez si solo empleó medio minuto.

Lo digo como constatación de un hecho, no porque haya relación entre su lectura y tal atrocidad. Al fin y al cabo, si hubiera optado por no leer la columna esas personas habrían corrido igual suerte. El horror sería exactamente el mismo. La diferencia es que, probablemente, usted no se habría enterado.

"Hambre" es una palabra brusca, bronca. Fonéticamente hablando, tan deplorable como quebradura o cabreo. La combinación "br" es un cóctel silábico que la hace rechinar pero esto, más allá de la musicalidad propia del lenguaje, no deja de ser mera anécdota. Lo importante es el significado.

Sí, porque la realidad que denuncia la vuelve tan terriblemente pesada que quizás sea una de las más escandalosas del diccionario por más que a algunos les resulte muy fácil deshacerse de su carga semántica. El truco es sustituirla por comodines verbales tales como desnutrición, subalimentación, malnutrición, inseguridad alimentaria. Así, sin emociones, no siendo que alguien se moleste. Eufemismos tristes para un mundo en el que pareciera que todo vale; términos técnicos que, si embargo, no consiguen disimular la crueldad de una situación asfixiante. Artimañas del lenguaje.

Sucede que en tiempos de confusión, y por paliar aspectos vergonzantes, la realidad suele ser disfrazada con voces hipócritas que la describan de forma impersonal, casi abstracta, sin reparar en que el envilecimiento no es cosa de la lengua. Nunca estuvo la ignominia en los vocablos, por más que se perviertan. Las injusticias y atropellos siempre tienen responsables.

El "hambre" es una de las armas más poderosas que existen. Por más que digan, esta forma extrema de ejercer el poder no es otra cosa que la consecuencia de políticas interesadas que hoy día sufren cientos de millones de personas ante el silencio de muchos. O, lo que es igual, el pillaje de unos cuantos cabrones con la complicidad, por qué no decirlo, de quienes les legitiman con su indiferencia.