Escribo desde La Raya, ese rincón definido en su indefinición, mientras las luces del poniente van trasponiendo tras unos montes que en su día forjaron los sueños de quienes de aquí querían irse y, sobre todo, de quienes en estas tierras encontraron su refugio frente a las persecuciones y, muy especialmente, frente a sus propios fantasmas, que esta es tierra de mitos y voces sumergidos en el Lago. Al atardecer del otoño, huele a tierra madre, a humedad densa que te traspasa la piel para irte llenando de vida contrastando con esa premonición de muerte que va inundando el paisaje, trenzando la paradoja de la muerte es vida, que es la definición de la historia de esta tierra, tantas veces dejada a su suerte para verse renacida sobre sí misma logrando así su inmortalidad a través de quienes nunca dejaron de sentirse parte de este paisaje. Sanabria, cuando el otoño empieza a desperezarse, como todo en esta tierra, sin prisa, huele ocre como las hojas que alfombran los campos por los que camino y que crepitan bajo mis pies en un quejido exhalando el último suspiro de vida que da vida a quien sobre ellas pisa y las vainas de los castaños tintinean en un repique que rompe el silencio y me despierta de la ensoñación del paisaje para recordarme que en la soledad del camino no estás solo, que mil formas de vida se acurrucan en los castañares y robledales, o en los simples pastizales expectantes ante cada amanecer.

Sanabria en otoño no se despide del verano, porque Sanabria no ha sido nunca tierra de despedidas, pese a tantas como ha tenido, sino de llegadas, de acogida y de calma, de esa calma que da el saberse tierra de todos, pero de nadie más que de ella misma. El otoño sanabrés es de bienvenida a la búsqueda de la tranquilidad y la reflexión, a la charla tranquila con los vecinos en torno a una incipiente estufa sobre la que las primeras castañas, después del rito ancestral de apañarlas, crepitan y se doran con la misma parsimonia con la que transcurren las conversaciones de cazadores más sobre la presa que se perdió que sobre la que se logró, como si lo esencial fuese la batalla, aunque se pierda, que la victoria cuando se consigue. Por eso, porque Sanabria siempre se ha sentido en la batalla es por lo que su paisaje, incluso en la explosión primaveral, invita más a pensar, a convocar el interior de cada uno, que a una explosión de jovialidad aparente. Y del mismo modo que las conversaciones se van entrecruzando, el olor a leña y castaña se entremezcla con el de los primeros cucurriles llorosos aún de la tierra desprendida y que, en una burla a la soledad, siempre aparecen por parejas.

Y mientras caminas, el Tera va serpenteando tu camino a la par que el suyo, una veces a diestra y otras a siniestra, como si de la corneja miocidiana se tratase, pero sin mal presagio, que no son estas tierras para el miedo, sino para la esperanza, como la de este viejo río recién nacido en Trevinca que desciende salmodiando un runrún de sueños de grandeza de perderse en el mar presentido, ignorante que antes, mucho antes, se le cruzará el Esla ahogándolo en sus aguas.

Huelo las sombras de la soledad en compañía y de la paz interior mientras cierro los ojos para que el recuerdo de esta puesta de sol me acompañe cuando Sanabria se duerma en mi pensamiento hasta el próximo encuentro.

Luis M. Esteban Martín