Sucedió hace días contemplando un programa de televisión. Era madrugada y, de pronto, me acordé, ¡quién lo habría de decir a hora tan intempestiva!, del Apocalipsis del profeta Juan. Todo comenzó cuando por alguna extraña razón irrumpió en mi mente Almanzor, el legendario general omeya que durante décadas asoló la península ibérica.

Se acercaba, entonces, el final del primer milenio de la era cristiana y un caballo bermejo, ese al que fue dado desterrar la paz de la tierra, vagaba sin freno sobre la peste y la hambruna. La gente cuerda enloquecía a su paso y un sinnúmero de prodigios nunca vistos aparecía por doquier. Hubo quien juró haber sobrevivido a lluvias de granizo y fuego, y quien, incluso, contempló caer del cielo astros ardiendo como teas. Pero, ni entonces. Llegó el año mil y, pese a los agoreros que presagiaban el fin del mundo, a pesar, incluso, del Anticristo encarnado en el sanguinario general, los negros augurios no se cumplieron y el cielo no se plegó.

Ocurrió hace días, ya digo, frente a un televisor. El periodista comentaba el desarrollo de la jornada electoral en Estados Unidos desde el hotel que el Partido Demócrata había convertido en su cuartel general. La noche había comenzado con euforia apenas contenida pero a medida que el escrutinio avanzaba se fue transformando, en sorpresa primero y después en una mezcla de incredulidad y abatimiento. Fue ya al final, al hacerse oficiales los resultados definitivos, cuando recordé el Libro de las Revelaciones porque viendo las caras de aquella gente era como si hubiese llegado el final de los tiempos que anunciara, en su momento, el profeta Juan. Había triunfado Donald Trump.

Conocido el dato, la enorme sala desde la que el reportero hacía su trabajo se convirtió, de inmediato, en un monumento a la desesperación. El desencanto era absoluto. Rostros compungidos, ojos vidriosos, desconsuelo, lágrimas, abrazos en silencio tratando de compartir la angustia o buscando, quizás, amparo. Sucede que la peor pesadilla del más horrible de los sueños se había hecho realidad. "No me lo puedo creer de mi país", decía una joven, a duras penas, entre sollozos. ¿Cómo había sido posible, debía pensar la atribulada muchacha, que aquel multimillonario sin experiencia política alguna, racista, antisistema y machista a tenor de sus declaraciones, que durante la campaña electoral amenazó con cárcel a las abortistas, negó el cambio climático, prometió muros, presumió de evadir impuestos, insultó a sus rivales y habló con desprecio de la clase política, fuera el presidente electo?

Pero no solo en el Partido Demócrata. Al otro lado del Atlántico, su triunfo también sorprendió a Europa donde analistas políticos y expertos en todo tipo de ciencias sociales se afanan en buscar las razones que posibilitaron la llegada de un populista a la Casa Blanca. Sin embargo, "el fenómeno Trump" no es un hecho aislado. Parece, más bien, la consecuencia de ciertos acontecimientos que se vienen produciendo de unos años acá, los mismos que han hecho posible el "brexit", la aparición de partidos populistas o el resurgimiento de la extrema derecha en ciertos países de la Unión Europea.

La victoria de Donald Trump, según dicen los que saben, se debe a múltiples factores pero vista desde los Tres Árboles (quiero decir, desde la lejanía que se le supone a una pequeña ciudad de provincias), es, sobre todo, la respuesta de los marginados a la forma en que se está gestionando una crisis que comenzó hace ya ocho años, exactamente el 15 de septiembre del 2008, con la quiebra de aquel banco americano con sede social en Nueva York y nombre impronunciable.

De ser así, su triunfo vendría a ser el de la indignación porque es ahí, justamente en el descontento de una clase media empobrecida, donde germina la victoria de Trump. Sucede que en un mundo dominado por las oligarquías políticas y financieras, donde la desigualdad aumenta a pesar de la recuperación económica y en el que los valores éticos parece hubieran sido sustituidos por índices bursátiles, los colectivos desfavorecidos darán su voto al candidato que represente la ruptura con los grupos dominantes y esto, por más que sus promesas para sacarlos de la penuria sean extravagantes o de todo punto irrealizables.

Con la entrada de Donald Trump en la Casa Blanca no llegará el fin del mundo pero sí, quizás, el final de una época. El tiempo lo dirá. En cualquier caso, en tanto llega el momento de valorar su acción política, convendría ser respetuosos y no olvidar que estamos hablando de quien, tras unas elecciones justas, se ha convertido en el presidente de un gran país. Lo contrario sería insultar a los cincuenta millones de americanos que así lo han querido.