No creo que Trump sea la mejor respuesta ni la solución óptima a las necesidades actuales de los ciudadanos de Estados Unidos pero tampoco comparto la cruzada que los que, en cualquier ámbito, se mantienen en la atalaya miope de lo políticamente correcto han emprendido no ya contra el elegido presidente de la primera potencia sino contra la libertad con la que los ciudadanos de su país han decidido el voto. En el imaginario colectivo de los medios de comunicación americanos, y en los europeos y españoles de forma igual de ferviente, no son los periódicos, televisiones y expertos en demoscpia los que se han equivocado con su análisis y pronóstico electoral. En la justificación de la asombrosa por inesperada victoria del histriónico Trump, los políticos de todo signo que han convertido la política en una monótona y aburrida retahíla de lugares comunes, postulados de laboratorio y mensajes de diseño, sin aristas, esponjosos y melódicos. Para todos ellos, quienes claramente se han equivocado han sido los votantes norteamericanos, por no sé cuántas taras de origen o aprendizaje que estos días no dejamos de escuchar.

Olvidan, quizás, lo más importante en nuestro sistema democrático, que salvo que volvamos a los postulados atenienses -y que sorprendentemente vuelven a tener defensores- en los que solo aquellos investidos de unas determinadas dignidades podían decidir en el foro de los asuntos públicos, todos los ciudadanos tienen el mismo derecho a ejercer el voto y todos los votos valen lo mismo. Olvidan conscientemente que en el momento en que la papeleta entra en la urna o el nombre se marca en el sistema electrónico, un invisible tamiz despoja al voto de todos sus componentes subjetivos y lo convierte en un puro y objetivo número de respaldo a un candidato. Una vez emitido, por mucho que se empeñen algunos en pintarlo del color de la piel, del estatus económico, del nivel de estudios o del tinte de ciertas creencias, no hay un voto distinguible de otro cualquiera.

Esto es lo único real e inmediatamente positivo de la victoria de Trump, que la suma de sesenta millones de personas, ejerciendo su inalienable derecho individual a opinar y agregar para decidir, ha batido a ese plasma informe que aúna, agrupa y da pátina de único pensamiento aceptable, a veces sobre la base de civilizados principios de convivencia y a veces con el engrudo de intereses espurios con el que lo políticamente correcto se impone. Otra nueva advertencia de lo necesario que es que política y democracia evolucionen con los tiempos y los ciudadanos. Que sirva de lección o aprendizaje no está, sin embargo, garantizado.

En la semana en la que nos dijo adiós Leonard Cohen, cierro con la primera estrofa de su "First we take Manhattan":

Me sentenciaron a veinte años de aburrimiento.

Por intentar cambiar el sistema desde dentro.

Ahora vengo, vengo a recompensarlos.

Primero tomaremos Manhattan. Después tomaremos Berlín.

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