Cuando faltan pocos días para las elecciones estadounidenses, la opinión pública mundial se formula una pregunta: ¿cómo es posible que, 17 meses después de lanzar su candidatura, un personaje tan extravagante y del que existen serias dudas sobre su capacidad para ser presidente de EE UU, como el candidato republicano Donald Trump, tenga aún opciones de vencer el próximo martes?

Una primera respuesta está en su rival, la aspirante Demócrata, Hillary Clinton. Existe consenso en que la ex secretaria de Estado acumula la experiencia necesaria como para convertirse en la primera mujer que accede a la presidencia. Pero, al mismo tiempo, es percibida por gran parte del electorado como una persona ambiciosa y manipuladora, hasta el punto de que encuestas recientes sitúan a Trump como a alguien más digno de confianza.

Aunque la razón de fondo es más significativa. El mantenimiento de Trump en liza se explica porque ha sabido canalizar el enfado de una importante franja de electores (especialmente, hombres blancos y de mediana edad), que fueron castigados durante la Gran Recesión y que no se han beneficiado de los últimos siete años de crecimiento, como miembros de una clase media con ingresos descendentes y que abominan de las deslocalizaciones y del abaratamiento de costes desencadenados por la globalización.

Clinton tiene aún las encuestas a favor suyo. Pero, incluso si gana, hay dudas sobre qué pasará con las energías desatadas por Trump. Normalmente, el candidato derrotado en unas presidenciales no deja un legado a los que recogen su antorcha en comicios posteriores. Pero, dado el daño estructural que persiste en la sociedad norteamericana, alguien menos grotesco (pero sin cambiar el fondo populista) podría utilizar el malestar existente para convertirlo en victoria en 2020. Lo que no deja de ser preocupante.