Leyendo Ivanhoe, de sir Walter Scott, me topé con esta frase: "Si Vuestra Majestad lo hace sólo ha de traer consecuencias perniciosas para vuestra causa". Me detuve un momento y me enredé en la siguiente reflexión: según la difunta antigua regla de escritura, sólo se acentúa cuando equivale a solamente, si mal no recuerdo. Actualmente, por lo visto y con estas modernidades de nuestros padres académicos, queda al arbitrio del autor acentuarla o no. De manera que, en dicha frase, de no acentuarse, tendríamos un evidente problema de interpretación.

Coincidía este hecho con el de haber encontrado hacía poco en un libro de Matemáticas de Anaya (ni más ni menos), otra patada al diccionario en relación con el está, ésta y esta, y cuándo deben acentuarse. En realidad, como bien sabrá el lector, todas las palabras tienen acento, coincidente con el golpe de voz y lo que se hace es ponerle una tilde allá donde las reglas lo indiquen. Pues bien, en dicho libro faltaban unas cuantas tildes donde debía haberlas. Ojeé las últimas páginas y encontré una fogosa advertencia al lector quisquilloso de que ese libro estaba sometido a los rigurosos controles ortográficos de la RAE. De igual forma, parece que sobre este asunto nuestros ilustres maestros han preferido perdonarnos el suplicio de tener que memorizar otra regla más y así, flexibilizándola, curarse en salud. Pero en mi humilde opinión es posible que la lengua del Quijote pierda bastante precisión y riqueza.

Y es que por todos lados son continuas las patadas al diccionario, desde periodistas televisivos (supuestamente licenciados, que no han debido leer media docena de libros, ya no en la carrera, sino en su vida), locutores de radio (de emisoras a priori selectas), libros escolares e infantiles -redactados lamentablemente y con faltas-, textos en Internet sin ningún tipo de rigor ortográfico, gente que ocupa puestos de relevancia en empresas escribiendo emails con errores de parvulario, dobladores de cine que no saben diferenciar un infinitivo de un imperativo, incluso y para mi tristeza, amistades doctas y leídas, profesores y escritores, a los que con frecuencia les abandonan estas reglas... En fin, la lista es aterradora, continua y con visos de no tener límite en el espacio-tiempo.

Bueno... ¿y ahora qué? Pues ahora nada, sólo se me ocurrió pensar que si alguno de nuestros Migueles (Cervantes, Unamuno) levantase la cabeza, no sé cómo entendería esta laxitud acomodada y poco exigente de perdonar las "faltas menores".

Quizá, como Abraham intercediendo ante Dios por Sodoma para que no la destruyese, habría que preguntarle a alguno de esos Migueles, "Y si encontramos al menos a 50 inocentes que hablen y escriban con corrección, ¿no condenarás el idioma español a la hoguera?". A ver qué decían...

Fernando Arran