La otra noche volvió a ocurrir. Soñé con la puta desdentada, una hembra enorme y medio adormilada que daba bostezos. Tenía los ojos apagados y, de cuando en cuando, eructaba. Yo subía por una calle y al pasar delante del escaparate en el que se exhibía me ofreció, sonriente, su sexo dentado y ávido de carne de macho. Justo en ese momento, desperté abatido.

De un tiempo acá, el sueño se repite con frecuencia. Lo único que cambia es el decorado, y, es que, la arpía puede aparecer en el lugar más insospechado. Esta vez, en un suntuoso edificio de fachada neoclásica con seis columnas de estilo corintio soportando un frontón triangular decorado por bajorrelieves. En su interior, mármoles, maderas nobles, tapices tejidos en reales telares, pinturas y esculturas por doquier. Sorprendentemente, algunos de quienes lo frecuentaban, gente, toda, de posibles, se rendían a sus carnes flácidas. Era inquietante aquel poder de seducción.

En el sueño no estaba claro si la aberrante atracción era consecuencia de la codicia o la estupidez. Podría ser, aunque cobra fuerza como causa primera la frágil memoria de quienes olvidan, cada cuatro años, el vergonzante espectáculo de una caterva de mercachifles y buhoneros disfrazados de políticos que cambian promesas y juramentos por quincalla. No sé. En cualquier caso, era innegable el poder de seducción de aquella puta hedionda, con vello en la cara y calva. La llamaban Corrupción.

Hoy día, las razones para la indignación son muchas y uno no puede ignorarlas sin traicionarse a sí mismo. Vivimos un tiempo de charlatanes que parece rigieran sus conductas por ese mandamiento del "todo vale con tal de no perder votos". Momentos en los que, a falta de ética, ningún discurso es fiable.

El pícaro de antaño ha cambiado el jubón descolorido por traje oscuro y corbata. Ya no busca fortuna en los caminos, ahora lo hace en foros, comisiones de todo tipo, cumbres internacionales, consejerías, delegaciones, direcciones generales, secretarías de organismos con nombres rimbombantes, ayuntamientos, ministerios, paraísos fiscales. Sucede que la prosperidad económica supuso una moral a la baja y esos nuevos "buscones" afloran por doquier.

La picaresca, más allá de un género literario, es una una lacra que ha hecho, de la nuestra, una sociedad hastiada. Ellos, "los listillos", campeones de la perversión, no tienen pudor en ponerse como ejemplo del buen hacer y, en el colmo del cinismo, suelen defender públicamente su condición de gente honrada por más que las sentencias judiciales los contradigan.

La ejemplaridad debiera ser cualidad imprescindible en los gestores de la "res publica", sin embargo, la corrupción no es solo cuestión de nombres. Más allá de actuaciones individuales, es una forma de hacer política. "Meter la mano" es de humanos. Saberlo y no hacer nada por evitarlo, la gangrena del sistema.

Una cosa es que haya corrupción en el Estado y otra, totalmente diferente, un Estado corrupto. Algo, esto último, extremadamente grave porque cuando el Estado no tiene capacidad o voluntad de garantizar los derechos básicos de los ciudadanos no se puede hablar de democracia. Hablaríamos de otra cosa. No sé de qué, pero no de democracia.

Por si esto no fuera suficiente para la indignación, de unos años acá asistimos atónitos al acoso brutal que sufre el sector público. Así, el retroceso en la educación, el desmantelamiento de la sanidad, los recortes en la dependencia o el abandono de la cultura. Es como si se garantizasen los intereses de los grandes poderes, el económico y el financiero, a costa del empobrecimiento de millones de ciudadanos. Algo delirante que, por increíble que parezca, recoge la Constitución.

Sí, porque la modificación del artículo 135 de nuestra Carta Magna, en el año 2011 con los votos de PP y PSOE, establece, entre otras cuestiones, que el pago de la deuda pública debe priorizarse sobre cualquier otro gasto del Estado. ¡Sobre cualquiera!, por más que represente riqueza o bienestar para los ciudadanos. Pero no es todo. Hay más. En esta celebración del desatino se han abolido los derechos de los trabajadores, limitado las libertades, deslegitimado los conflictos sociales y criminalizado a los activistas. ¿Cómo ha sido posible tanto dislate? ¿Es que no habrá de acabar nunca la vejación? ¿Hasta cuándo, la farándula?

Solo cuando desaparezca la demagogia del discurso político y en la gestión pública se recuperen valores como el esfuerzo, la decencia o la generosidad, nos veremos libres de la miseria moral que nos invade. Solo entonces.