La fecha de la investidura de Rajoy, ya presidente del Gobierno, ha coincidido con la época de cenizas y de disfraces, vísperas nacionales de día de los Santos y de la noche de Halloween. Y nada más apropiado, muy en especial para el PSOE que ha entregado el Gobierno al PP a costa de su propia identidad por mucho que se haya querido tapar el desgarro con idealistas máscaras incapaces de cubrir actitudes personales insanas, egoístas y antidemocráticas. Una investidura ya resuelta, al fin y al cabo, como tenía que ser, precipitada por los plazos que vencían, y sin otro morbo que saber cuántos diputados socialistas, especialmente Sánchez, se mantenían fieles al no a Rajoy. Ha sido como uno de esos sepelios hechos deprisa y corriendo por el agotamiento de quienes han convivido con la larga enfermedad. Encaja en el ambiente triste y resignado que se vive en los días de difuntos, aunque se desea y espera que el futuro del país, incluso el futuro más inmediato, pueda discurrir por otros derroteros. Rajoy insiste en negociar para conseguir una legislatura sólida y estable, algo que parece difícil tras escuchar a los líderes de la oposición, aunque en política todo es posible. No obstante, a día de hoy son más los que apuestan por un mandato breve que por los cuatro años que señala la legislatura. Pero de un PSOE en estado comatoso, por roto y dividido, cabe aguardar cualquier cosa, que ya ninguna sorprendería.

El que acaba de sorprender, por cierto y pasando a otro tema, en el seno de la Iglesia, ha sido el papa Francisco anunciando al mundo católico unas normas en torno a la cremación de los muertos, una práctica que si bien parece no gustar a la religión mayoritaria en España, se ha extendido muchísimo y sigue extendiéndose cada vez más, entre otras muchas razones de sentido práctico y realista, porque resulta bastante más económica. No quiere la Iglesia, y es un imperativo para sus fieles, que las cenizas de quienes han dejado la vida terrenal sean desperdigadas de ninguna manera, ni esparcidas por ningún sitio, ni guardadas en el hogar, ni utilizadas con fines tales como la conversión en joyas, una peculiar dedicación que ha ido creciendo últimamente en todos los países que aceptan la incineración, aunque cualquiera de esas u otras pueda ser la voluntad del difunto. Solo se permite el entierro de la urna con los restos mortales en los cementerios y en los espacios dispuestos al efecto. Claro que todo esto atañe en exclusiva a los católicos, pero sin que a nada ni a nadie obligue, en ningún caso. Lo normal, pues, en un Estado aconfesional que respeta todos los ritos religiosos pero sin vincularse a ninguno de ellos.

Cabe también dentro de lo sorprendente lo de ese obispo, el de Cádiz, que pide que en Halloween los niños, en vez de disfrazarse de frankestein, de drácula, de bruja o de calabazas, se disfracen de santos, vírgenes o religiosos, en una singular versión procedente de otros países y que denominan como "holywins", algo así como que la santidad es la que gana, en el trato o truco. Es un consejo a los niños cristianos y que para su difusión ha sido remitido a parroquias, colegios y familias de los pequeños y no tan pequeños, que deberían vestirse de santos de modo "sencillo y alegre".