La reciente instrucción publicada por la Santa Sede en torno al trato dado a las cenizas de los fieles difuntos ha levantado una polvareda que no ha tenido en cuenta la realidad: se trata de la norma y la costumbre de la Iglesia desde que ha permitido, hace décadas, la cremación de los cadáveres. Una práctica que no puede responder a creencias contrarias a la fe católica ni puede atentar contra el respeto debido a los restos -sean cuales sean- de un cuerpo humano que ha sido templo del Espíritu Santo y, por tanto, sagrados. Para la reflexión, las palabras de Olegario González de Cardedal hace unos años en "El País": "¿Qué trivialización y menosprecio han inundado la experiencia humana actual para despreciar hasta ese límite a los muertos, arrojando sus cenizas a un río, dispersándolas en el monte o espolvoreando con ellas un árbol?".