Se la ve con aspecto deteriorado, sentada en el banco del Senado, dando una cabezada, tras varios meses sin aparecer por allí. Se ve a la ex número uno del PP en el reino de Valencia ajena a lo que allí se está tratando, como si asistiera a una sesión de cine, de aquellas de sesión continua, en la que, de vez en cuando, se proyectaba algún rollazo. Pero la cosa es que para ver una película cada uno se pagaba su entrada, y si alguno llegaba a dormirse era cosa suya, pero esta señora está cobrando, se supone, por hacer su trabajo -lo de su trabajo es un decir- de ahí que lo de dormirse sea cosa de todos. Doña Rita Barberá, a estas alturas de la película, ya pasa de todo, porque ha dejado de ser el amor del presidente del Gobierno ("Te quiero, Rita") a una novia despechada; de mover un dedo y poner firmes a los depredadores valencianos, a ver cómo estos le saludan a escondidas, procurando que no les sorprendan las cámaras de TV; de ser el espejo en el que se miraba la vicepresidenta del Gobierno ("De parecerme a alguien que sea a Rita") a asemejarse a un cartón opaco.

Allí está la señora dando cabezadas, cosa en cierta medida natural para una persona de su edad que ha pasado por la amarga experiencia de ser desposeída de sus poderes y haber cambiado, en un pispás, la canción del "caloret" por la Marcha de Thalberg. Es natural que presente un aspecto deteriorado y que le acompañe un rictus de tristeza, porque ha pasado, en un pispás, del jolgorio y el boato que dan las multitudes a entrar a los sitios por la puerta de atrás, para evitar el bochorno de no ser saludada. Doña Rita, en sus actuales circunstancias ofrece el aspecto de quien ve cómo se le está apagando la última vela, cómo ha dejado de dar saltitos en los mítines y soltar discursos en un idioma gongorino que ella se ha inventado. Ha olvidado la sonrisa teatralizada de los líderes o lideresas en una caída libre.

Si nos fijáramos en los trabajadores que acuden a la oficina, a la fábrica, o al ministerio, observaríamos que unos días lucen mirada abierta y sonrisa diáfana, pero otros tienen unas ojeras que le llegan hasta los pies. Porque son meros ciudadanos que un día no han pegado ojo y otro miran al suelo preocupados por algún drama familiar, o porque su hijo ha suspendido unas oposiciones. Todo el mundo tiene días buenos, malos y regulares, todo el mundo menos los que pertenecen a la clase política, que siempre aparecen erguidos, peinados y planchados, dispuestos a ser portada en algún medio. Y eso no es lo normal, ni lo natural, porque lo suyo es verlos de vez en cuando cabreados, tristes, o desanimados, como doña Rita.

No sé si se habrán fijado, pero nunca se ve a un cargo político, de cierta relevancia, acatarrado, o luciendo un flemón en alguno de sus carrillos, o con gesto de dolerle el estómago, o débil por estar padeciendo una diarrea. Y ya es raro que la clase política no sufra ni sienta como el resto de la gente, y que por contra parezcan disfrutar haciendo footing, como unos posesos, a las siete de la mañana en pleno invierno, Porque mientras no se demuestre lo contrario, los políticos no son supermanes ni superwomans, sino simples seres humanos que, por tanto, deberían reaccionar como tales, ya que de ser personajes de ficción estarían en la obligación de hacerlo público, y decir lo que comen, beben y toman de la farmacia, para que pudiéramos imitarlos. La respuesta a este enigma probablemente la tenga doña Rita, que ha pasado, de la noche a la mañana, de ser una superwoman a una abuelita a la que ya no le escucha ni el más paciente de sus nietos, en el caso de haberlos tenido.