El viernes asistí en Benavente a la Jornada Técnica sobre Interculturalidad, organizada por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (Uned) y el Ayuntamiento de la ciudad. En el encuentro tuve la ocasión de conocer y compartir el tiempo con antiguos estudiantes de Trabajo Social, con políticos de la zona que han abandonado la primera fila de las organizaciones que en otros tiempos acogieron sus ideas y con personas desconocidas para mí que, sin embargo, contribuyeron a enriquecer las experiencias de quien esto escribe. A fin y al cabo, compartir el tiempo con ciudadanos de otras latitudes, culturas y religiones es un plus que ojalá todos pudiéramos aprovechar y saborear con mucha más frecuencia. Porque de los encuentros con los demás siempre se sale reforzado, siempre, claro está, que la actitud hacia los otros sea de apertura y de diálogo.

En la jornada impartí la conferencia inaugural. La temática no era nueva: "Radiografía de la población de Benavente: problemas, retos y oportunidades". Para abrir boca, lancé a los oyentes la misma pregunta que siempre formulo en encuentros, cursos o jornadas similares: que expresen rápidamente qué se les viene a la cabeza cuando piensan en Zamora. Y las respuestas, como en otras ocasiones, fueron coincidentes: despoblación, abandono, falta de oportunidades, emigración, pasividad, etc. No obstante, en el caso del pasado viernes, me llamó la atención la respuesta de una chica, incidiendo en que también en estas tierras hay posibilidades. Y efectivamente, quienes mantenemos el discurso de mostrar la botella medio llena sin ocultar que también está medio vacía, como es mi caso, preferimos incidir en las posibilidades de poner en marcha iniciativas de desarrollo antes que insistir, una y otra vez, en los problemas que conviven con nosotros. Problemas que existen y que nunca deben ocultarse, pero que, ¡ay!, no deben ocupar todo nuestro tiempo.

Porque centrar todas nuestras energías en lamentar lo mal que estamos y, a renglón seguido, no hacer nada, es poco útil. Lo mismo que insistir, una y otra vez, que el envejecimiento es la estampa cotidiana de la mayoría de nuestros pueblos, que los jóvenes siguen emigrando porque aquí no pueden ganarse las habichuelas o que, si nadie lo remedia, estamos condenados a la extinción. ¿De qué sirve la queja permanente si no va acompañada de una reacción por parte de quienes tienen en sus manos impulsar un cambio económico, social y político? ¿Para qué lamentarse si, a renglón seguido, miramos para otro lado y somos incapaces de poner encima de la mesa propuestas para la acción? ¿O es que acaso son los demás quienes deben actuar y que, por el contrario, no está en nuestras manos la posibilidad de cambiar el rumbo de los acontecimientos? La historia de la humanidad está repleta de infinidad de situaciones difíciles que pudieron cambiarse. Pero para eso se necesita no solo quejarse, que casi siempre está muy bien, sino tomar conciencia y actuar.