E s lógico que la sociedad reaccione de forma airada y preocupada ante la paliza que una docena de menores de trece y catorce años propinaron hace unos días a una niña de ocho en un colegio balear. También tiene todo el sentido que la Fiscalía de Menores tome cartas en el asunto y que la Policía investigue las circunstancias del caso. Lo que no parece razonable es que ese suceso no provoque de inmediato una reflexión profunda sobre el tipo de sociedad que contribuimos a generar.

En la era de la información y la comunicación, resulta inconcebible esta acción ominosa. Y tenemos parte de la culpa como sociedad por no prestar la suficiente atención a determinados indicadores alarmantes: Machismo desde la infancia y aterrador en la adolescencia, consumismo a ultranza y una cultura enfocada a la búsqueda de beneficios inmediatos que ha sustituido a la del esfuerzo.

Los datos son tozudos. Basta repasar los estudios sobre drogodependencia de los últimos años para darse cuenta de ese creciente número de jóvenes menores de 18 años que se asoman al precipicio del delito y el consumo de algún tipo de droga. Un abismo oscuro para el que la mejor medicina es la educación y la prevención social.

No creo tampoco que haya que caer en el tópico de achacar a familias desestructuradas el resultado de esas preocupantes estadísticas, porque la realidad nos confirma que hay también un notorio porcentaje de jóvenes más pudientes que obran de manera deleznable contra sus semejantes. Lamentablemente, las iras provocadas por el vacío inmenso de las cloacas sociales siguen alimentadas por la violencia que aprendemos cada día y a la que, insisto, solo se le puede poner coto desde la educación.

Sabemos que la historia del ser humano va unida a la de la violencia, pero quiero pensar que episodios como el de ese colegio de Palma son aislados. Seguro que muchos de ustedes, como yo también, han sentido en sus costillas esas patadas propinadas impunemente a una niña indefensa.