Tuve la dicha de nacer, criarme y educarme en Casaseca, estudiar en Toro, casarme en Cigales y trabajar en Burgos. Eran los primeros años de la década de los cincuenta del pasado siglo. Contaba por entonces con doce años de edad; vivía muy feliz con mis padres, mis inolvidables vecinos, mis entrañables amigos de infancia y de toda la vida; con un maestro que nos inculcó unos valores de esos que aunque se te queme la casa no arden y que si los utilizas mucho no se gastan, se acrecientan y además no te los pueden robar en un atraco. Lo más difícil que teníamos con él era aprendernos de memoria la respuesta del "Alzamiento Nacional".

Los niños lo pasábamos bien, jugábamos al frontón en las paredes de la iglesia, al fútbol en las eras y al toro en cualquier rincón del pueblo.

Dentro de la casa colaborábamos en: ir por agua para el consumo, partir leña para la lumbre, ir por la leche a la hora del ordeño y también junto a los amigos vecinos, ir al campo, con una azadilla a buscar un saco de hierba fresca para los conejos.

Yo con el oficio de mi padre casi siempre tenía algún encargo: tira del fuelle, echa carbón, sujeta aquí, dale allá, acarrea agua para la pila de la huerta de Faustino, atarraga esas herraduras, etc., etc.

En aquellos años había estrecheces, muchas, pero nos criaron de una forma exquisita y cariñosa, inculcándonos la austeridad y el rendir respeto y culto a la amistad.

Valga como entrada esta síntesis de punto de partida para expresar los sentimientos que me marcaron por Toro y sus toresanos.

Llevaba ya algún tiempo madurando la idea de dejar atrás lo que más quería: mi gente y mi pueblo. El asunto quedó decidido aunque con alguna reserva.

Llegó el día de partir. Tuvimos que hacer noche en Zamora. Me acompañaba mi madre, salía el tren muy temprano para Toro. Fue la primera noche, de mi corta vida, que pasé en blanco, sin pegar ojo; del reloj del salón oí todas las horas enteras y medias, y yo creo que todos los tic-tac que lanzó aquella máquina diabólica. Me daba tiempo a contar cinco, cuando a lo lejos, en el silencio de la noche, me repetían la misma hora, otro reloj, con sonido de campana agudo y fuerte, de alguna iglesia no lejana. Mi madre, que descansaba en otra cama al lado, se levantó dos veces al oírme dar vueltas, a ver qué me pasaba, ella sabía bien de mi preocupación.

Entre dos luces, tomamos el tren y a primera hora de la mañana llegamos a Toro; había niebla.

Al presentarnos en el colegio pasaron lista y ahí ya tuve que despedirme de mi madre; después de hacerme los cargos: cuida las cosas, pórtate bien, límpiate todos los días los zapatos, se respetuoso, estudia y cuando puedas nos pones unas letras, para eso te he metido sobres y sellos entre la ropa, come todo lo que te pongan, no hagas ascos, si te quedas con hambre, comes algo de chorizo o de queso que hay en la fiambrera, pero primero la comida, no te quedes más delgado.

La despedida fue como la de todas las madres, muy entrañable. Hasta que dobló la esquina, vi que volvió repetidas veces la cabeza, levantando la mano.

Ya solos, a los alumnos nuevos nos mandaron pasar a un aula, para darnos instrucciones. Había que ver la cara de asustados y extrañeza que teníamos todos, los de pueblo y también los de capital. Por aquel entonces ser de pueblo era como llevar un lastre. Ahora, el que no lo tiene, parece que le falta algo importante, anda como triste.

A partir de aquí, en el colegio, cualquier tipo de competición siempre la organizábamos los de pueblo contra los de capital. Existía mucha rivalidad.

Al día siguiente, una vez acoplados y tomados los primeros contactos, comenzaron las clases, estudios y tareas cotidianas. El régimen del internado era tirando a durillo, en aquellos años habitualmente se llevaba el coscorrón, el tirón de orejas, que parecía que te ibas a quedar sin ellas; el pellizco en los brazos y el varetazo en las palmas de las manos.

Entre lo más castigado en este colegio teníamos: las faltas de ortografía, no saberte la lección o que, en clase, se te cayera el frasco de la tinta al suelo, esta era gorda. El riesgo era continuo, la plumilla había que untarla constantemente. La fregona no había sido inventada y el bolígrafo no lo conocíamos, otro lujo hubiera sido. Aunque nosotros íbamos mejorando, ya que veníamos de la pizarra y el pizarrín.

Todo esto contado ahora es anécdota, pero cuando ocurría tenía algo de tragedia.

Está todo perdonado, por mi parte, no guardo ningún rencor ni me sentí nunca traumatizado; ahora sí, juré a pies juntos que si algún día tenía que enseñar o educar a alguien, jamás haría uso de esas artes. Pasado tiempo coincidí con alguno de los profesores, en otros campos, y comprobé que eran personas totalmente distintas y normales.

Mi gran sorpresa y embelesamiento por Toro y sus toresanos comenzó en vendimias. Se encontraba la ciudad, con sus largas y amplias calles, abigarrada de personas, animales y carros; caminaban en todas direcciones, olía a lagar y a especies, era difícil caminar un metro en línea recta; todo el mundo iba cargado, unos porque iban a vender y otros porque habían comprado. Todos hablaban alto, el pregonero para anunciar sus productos y el comprador para regatear. Dentro del bullicio había mucha vida, magia y encanto. Se palpaba en el entusiasmo que la gente estaba en su salsa, en lo suyo, en el comercio, en el trato directo, así, cara a cara; lo habían heredado de sus ancestros; aquellos hombres y mujeres que durante siglos y junto a sus animales y carros venían hollando los tortuosos caminos y veredas, y desafiando las inclemencias de los largos y crudos inviernos de nuestra áspera pero querida tierra. Era su modo de vida, mostrar y vender convencidamente sus esmerados productos, de los que siempre se han sentido orgullosos, bien de sus viñedos y josas, como de su artesanía: vino, fruta, queso, harina candeal, chocolate, curtidos, alpargatas, chanclos, géneros de punto, sacos, baúles, y un sin fin de productos más.

Una de las grandes dignidades naturales de Toro está en la contemplación de su río desde el mirador del Espolón. Se ve en lontananza acercarse el Duero: lento, majestuoso, arrogante, sin prisas, como disfrutando de la vega que fecunda; silente, muy callado, pero con la elocuencia de una oración al Cristo de las Batallas por todos los toresanos de antaño y hogaño que labraron y labran la feraz vega. A continuación, como si no quisiera irse, se desliza el Duero lenta y humildemente, para seguir con su misión natural y fecundadora.