Hace semanas se celebró en la villa de Laredo la tradicional "Batalla de Flores". A pesar de haberla presenciado cerca de treinta veces -o tal vez por eso- me resulta inenarrable el espectáculo en el que se mezclan los frutos de la imaginación, del ímprobo trabajo de meses y la minuciosa ejecución, en la que se prefiere la madera al metal y se utilizan en exclusiva los pétalos como elemento decorativo. Por deferencia del Ayuntamiento tuve el honor de pertenecer al jurado que decidió los premios; y eso me obligó a, libreta en mano, examinar carroza por carroza puntuando, según mi leal saber y entender, todos los elementos: significado del conjunto, utilización de madera en el diseño y estructura, vestidos, etc., etc. Por eso puedo enjuiciar el esmero de los carrocistas que intentan superarse cada año. Lo que advierte cualquiera, por muy ajeno y profano que sea, es el aspecto de embotellamiento que ofrecen todas las aceras del recorrido y del sector central de la villa, por una parte; y el ambiente festivo que reina desde por la mañana, sobre todo si acompaña el buen tiempo, como ocurrió este año.

Varias bandas recorrieron la parte central de Laredo interpretando marchas, que en el lugar se ofrecen como tradicionales. Desde mi balcón pude contemplar algunas de ellas y una cosa me llamó poderosamente la atención: todas las bandas llevaban una especie de guion como, por ejemplo, banderines diminutos. En cambio, cuando pasó la Banda Municipal de Laredo ostentaba, a la cabeza, un ejemplar de la bandera tricolor laredana, en tamaño de sus buenos dos metros de largo y sus bandas horizontales con los colores verde, blanco y azul, presumiendo del verde de la montaña, el blanco de su inmaculada tradición histórica y el azul del Cantábrico, que siempre ha sido esencial en la vida, diaria y excepcional, de Laredo.

Ya hace muchos años -allá por 1950- en las clases de Ética y Derecho Natural que nos impartía don Serapio Orduña Suena, aquel profesor, antiguo alumno de la Universidad Pontificia de Comillas, nos habló con cierta extensión del entusiasmo con el que los vecinos de la entonces provincia de Santander -hoy Cantabria- conservan en sus casas los escudos y demás símbolos que dicen mucho de su pasado. En mis cuatro años de estudios en Comillas y los casi treinta de veraneo junto al Cantábrico he podido comprobar personalmente lo acertado que estuvo don Serapio al resaltar este amor de los cántabros por su noble pasado. Lo he visto en pueblecillos pequeños que albergan con cariño su "casona", antiguo hogar del "padre" de la comunidad. Y lo he comprobado en esta villa de Laredo, cuyas calles de la "Puebla Vieja", del Arrabal y hasta las del Ensanche, he podido "patear" durante tantos veranos, desde el año 1972.

Y si todo lo anterior fuera poco, este verano he podido leer un librito, de reciente edición, con el que me ha obsequiado un laredano de pro, mi buen amigo Rufo de Francisco Marín, hombre que vive y se desvive por emplear en aquella villa sus afanes que utiliza para colaborar con su indiscutible valor. Se titula el librito "Laredo. Patrimonio Monumental" y su subtítulo es "Guía. Recorrido por la Puebla Vieja". Es la feliz coincidencia de un minucioso dibujante aficionado y un amante de la historia específica de su pueblo natal. Ahí nos ofrecen el Laredo que fue muy importante desde el punto de vista nacional, hasta ser sede de condestables, merinos, presidentes de Cortes, generales de Indias, personajes que tomaron parte en batallas como las de Clavijo, la Guerra de la Independencia; huéspedes de Carlos V, su abuela Isabel la Católica y su madre doña Juana I de Castilla. He podido ver muchísimas casas que fueron palacios, en cuyas fachadas brillan escudos, a veces muy abarrotados de blasones por recordar varios linajes célebres que se unieron en una misma familia. El librito es sumamente aleccionador y lleva al lector a reconocer la gran importancia del que fue el primer puerto nacional para los contactos de España con los países del Norte de Europa y con América hasta que Santander lo sucedió en la primacía. Hasta astillero tuvo; en el que Felipe II ordenó que se construyeran varios barcos para la desafortunada "Armada Invencible". Es muy legítimo, pues, el cariño de los actuales habitantes hacia los importantes hombres de su pasado.