Lejos de amainar, el descrédito de los políticos va en aumento, ante la probable celebración de las terceras elecciones generales en menos de un año y el empecinamiento de algunos en anteponer los intereses personales y de partido a los del conjunto de los ciudadanos. Pero, con toda sinceridad y a pesar de la que está cayendo, creo que es un error la crítica generalizada, porque sigue habiendo, por suerte, políticos que ejercen con honestidad una actividad vital para el progreso y el bienestar de la gente.

Resulta evidente que los numerosos casos de corrupción han sido la punta de un iceberg que ha ido minando la confianza de gran parte de la población, que asiste ahora al inopinado uso de la palabra regeneración como una muestra de esnobismo precocinado para tratar de calmar los encendidos ánimos. La transparencia es también un término al que se aferran nuestros dirigentes en tiempos convulsos, pero realmente todavía queda un largo camino por recorrer para que el verdadero significado de ese vocablo sea una realidad.

Malas prácticas, como se sabe, las hay en un amplio número de sectores. Sin ir más lejos también en este del periodismo, al que uno se siente unido por convicción. Y lo que se impone en unos y en otros es exactamente lo mismo: la denuncia y la aplicación de la ley hasta las últimas consecuencias. Insisto, no se trata de generalizar, porque para empezar la salud democrática nos implica por igual a todos, no solo a una parte de la sociedad que, por los motivos que sean, ha optado de manera voluntaria por dar un paso al frente, situándose en primera línea de la actividad pública.

Deberíamos, por tanto, hacer un ejercicio de saludable autocrítica, no solo lanzar diatribas a diestro y siniestro contra quienes, con nuestro voto o silencio, hemos elevado a los altares del poder.

De todo ello, como de la mediocridad reinante, somos todos un poco cómplices.