Erase una vez un viejo reino, integrado por nueve provincias, que era el más extenso del imperio. Gobernado por un rey que no había tenido hijos, éste decidió depositar su confianza y cariño en una de sus súbditas, que profesándole amor filial le miraba con ojos tiernos adornados de alegre sonrisa. Aquella joven pronto accedió a cargos importantes, y el rey y la joven eran felices. Un día, aquel monarca decidió sacrificar la carrera de su súbdita "desterrándola" a una de las ciudades más olvidadas del reino con la misión de regentarla. No se sabe a ciencia cierta cuáles fueron las instrucciones que le diera, pero lo cierto es que en los ocho años que allí estuvo, no dejó tras de sí obra relevante con la que pudiera recordársela. Es más, una vez tras otra, la regenta toleraba los desprecios que aquel rey deparaba a la ciudad. Cuentan, que cuentan, que me contaron, que aquel monarca tenía sus preferencias, pues solía tomar sus decisiones en favor de otras provincias. La joven gobernanta, en connivencia con el rey, contaba con la incondicional entrega de los habitantes de aquella olvidada ciudad, que solo se manifestaba cada cuatro años, cuando el soberano decidía convocar elecciones. Era el momento en que aquellos fieles vasallos le otorgaban su voto sin exigir nada a cambio. Y así iba transcurriendo el tiempo, mientras la favorita del rey pasaba por su mandato como un rayo de luz a través de un cristal, sin romperlo ni mancharlo. Cada vez que su valedor tomaba una decisión, bien fuera a favor de otra ciudad o en contra de la que ella regentaba, trataba de ocultarla o adornarla, de manera que lo mismo justificaba la paralización de la construcción de un Palacio de Congresos -del que solo llegó a verse un enorme agujero portador de basura y pestilencia- que excusaba la misteriosa desaparición de la Cúpula de la Tecnología, que iba a construirse en las afueras de la ciudad como parte de un ambicioso plan, basado en el cuento de "La Lechera", denominado "Las Cúpulas del Duero", en el que se aseguraba iba a contarse con varios cientos de millones de doblones, en parte provenientes del reino y en parte -no se sabe en base a qué- de inversores privados. También ayudó a cubrir con un tupido velo el Centro Logístico o "puerto seco", que le reclamaban los empresarios todos los años, haciendo uso de las palabras mágicas "abracadabra" para hacerlo desaparecer por el arte de la magia. Hubo un momento en el que la Fundación de Las Edades del Hombre decidió instalarse en la ciudad, pero rápidamente el rey, seguido de sus adláteres más próximos, se abalanzó sobre quienes habían promovido la idea obligándoles a cambiar de decisión. Le apretaron tanto las clavijas a la Iglesia -que era de quien dependía la citada fundación- que no se habría vuelto a saber más de aquello de no haber sido porque la protegida del rey prometió pelear por tal derecho e incluso, si era necesario, salir a la calle a reivindicarlo. Pero aquellas promesas no fueron más que una capa de humo empleada para dejar que pasara el tiempo, ya que nunca se reivindicó, ni se salió a la calle, ni "Las Edades" -en todo o en parte- llegaron a implantarse nunca en la ciudad.

Durante años, el rey y su protegida, aprovecharon que los aborígenes de aquella parte del reino se creían el cuento de que alguien llegaría de fuera para arreglarlo todo, como también el de que la gente hace favores sin esperar algo a cambio. Y como el humo es cosa que no cuesta dinero, el rey y su protegida continuaron prometiendo magnas obras a la ciudad, como la del "Museo Baltasar Lobo", que años después aún se sigue esperando, o el del poeta León Felipe cuyo legado fue comparado en su día a su albacea, conservándose, no se sabe si bien o mal, en alguna parte de la ciudad a saberse en qué estado, como también algunas otras obras de las que no puedo acordarme.

Y llegó un momento en el que la preferida del rey, mientras se desplazaba en calesa, tuvo el infortunio de padecer un accidente al entrar en contacto con un enorme carro de transporte, cosa que aprovecharon los gerifaltes del imperio para saltarle al cuello, pues, durante años la habían odiado por saltarse, de vez en cuando, las estrictas normas del imperio. Y provocaron su dimisión. Y el rey se enfureció y alabó tanto a su ojito derecho, que a los halagos por su obediencia y entrega, se olvidó añadir sus incumplidas promesas, como también el humo empleado en forma de pasividad o engaño. Y hubo quienes alabaron exageradamente aquella dimisión, aunque, en realidad se tratara de algo habitual en otros reinos e imperios. Pero es que en este, en el que transcurre esta historia, nadie lo venía haciendo, aunque le salieran por las orejas los doblones y ducados que habían esquilmado al pueblo.

Y colorín, colorado, este cuento que ya se ha acabado, deja entrever que la obediencia desmesurada a un superior, si lleva aparejada la crítica al sistema, no es virtud suficiente para ser apreciada, y mucho menos para poder ser feliz comiendo perdices.