Aparte de las demoliciones para liberar los solares que se situaban en el nuevo eje centralizador de la ciudad, ya me he referido a los solares municipales que dieron lugar al mirador de la plaza de Claudio Moyano y a los bloques de la plaza de Santa Eulalia. Pero diseminadas por toda la ciudad se encontraban una serie de fincas, antiguas casonas que o bien procedían de las josas de tipo más urbano o de edificaciones señoriales con patios y almacenes denominados paneras. La destrucción de este patrimonio tiene comienzo en los años 50 y acaba con todos los casos aprovechables, es decir vacantes, en los primeros años del presente siglo. Si a esto unimos la desaparición de iglesias y conventos para su monetización de solares para su uso residencial, tendremos una cualidad que distingue a nuestra ciudad de otras con análogas referencias históricas. Todo es fruto de una política premeditada, como si la promoción inmobiliaria fuese la única vertiente posible para las actividades productivas de la ciudad.

Hagamos un somero repaso. Hasta los años 80, Saltos del Duero (hoy Iberdrola) tenía sus oficinas en un caserón con jardín que, convertido en solar, permitió levantar una urbanización entre la rúa de los Francos y la plaza de los Ciento. Esta urbanización iba a ser clave en el futuro de esa zona tan cercana a la Catedral. Podía convertirse en el espacio simbólico de descanso antes de alcanzar la tan deseada plaza. Pues no fue así porque ni por el programa ni por la urbanización se atendieron estos requerimientos elementales como el de la circulación de los visitantes. La urbanización en el casco antiguo se hizo a costa del antiguo Centro de Acción Católica en la rúa de los Notarios que tenía unas vistas sobre el río impresionantes, desde sus jardines. Despierta asombro la compacidad de la edificación conseguida. Para terminar con esta relación que discurrió en parte de mi edad juvenil, se encontraba en la avenida de Portugal, cerca de San Pablo, una finca propiedad de doña Benita Peñalosa poblada con un pinar que llegaba hasta la misma trinchera del ferrocarril de Salamanca, a cuya vía bajábamos imprudentemente, y eso que el maquinista avisaba con anticipación. La casa era un palacete que, recuerdo, tenía una capilla, con las piedras del Cerro de los Ángeles de nuestra guerra civil y a un niño curioso le llamaba la atención un salón de bailes con las paredes forradas de tela de damasco. Chicos y chicas jugábamos en ese parque, subíamos a unos pinos muy altos pero que parecían diseñados para subir cómodamente, y doña Benita tan contenta nos observaba detrás de un mirador. Era una casa señorial como la de Cuesta. ¿Por qué la ciudad no hizo lo posible para conservar estas y otras casonas señoriales, que hacen tan relevantes las visitas turísticas en otras ciudades? Me acuerdo del entonces alcalde, en los años 50, que estaba empeñado en la demolición de la casa de Cuesta, y eso que era profesor de Dibujo en el instituto. ¿Es que pensaba que eso era hacer la revolución nacional-sindicalista?

Que sirvan como compensación otros ejemplos de casonas reconvertidas, y puesto su uso al día: el antiguo Hospicio, que si no es por Fraga alguna eminencia local consideraba degradante que se convirtiese en Parador. Y la casa Aguirre que sirvió para el proyecto del nuevo Archivo Provincial. Un caso excepcional entre los últimos diseños de edificios realizados en el casco histórico en cuanto a aportación positiva de una arquitectura congruente con la obra que va definiendo la cualidad formal de esa entidad singular que es la ciudad.