Dos abuelos se disputarán de aquí a dos meses la presidencia de los Estados Unidos. Donald Trump tiene 70 y su contrincante Hillary Clinton anda por los 68, lo que acaso explique el interés de los votantes por el estado de salud de quienes aspiran a gobernarles la vida.

Ya gane Clinton, ya Trump, los destinos del mundo estarán a partir de noviembre en manos de un abuelo o abuela. Tal circunstancia sería incomprensible en España, donde los partidos eligen líderes treintañeros o a lo sumo cuarentones, con la única excepción de Mariano Rajoy, al que todos los demás quieren jubilar invocando, entre otros motivos, su condición de sexagenario.

No es novedad en Estados Unidos. Ronald Reagan supo sacarle partido a los 73 años que contaba cuando revalidó su presidencia en 1984. En el último debate de campaña, su contrincante Walter Mondale cometió la imprudencia de aludir a la vejez del que fuera actor secundario en tantas películas del Oeste. "No voy a entrar en el asunto de mi edad", replicó ingeniosamente Reagan, "porque no quisiera aprovecharme de la juventud e inexperiencia de mi rival". Dicen los especialistas que aquella ocurrencia fue una de las claves de la abrumadora victoria de Reagan.

A pesar de su añosa condición, no son pocos los historiadores que clasifican al (mal) actor Reagan como el mejor presidente americano del siglo XX. Todavía hoy se discute si su proyecto de escudo antimisiles fue o no determinante en la caída de la Unión Soviética; pero nadie duda de que su presidencia coincidió con el fin de la guerra fría y el comienzo de la política de imperio único aún vigente. Sus detractores alegan, no obstante, que los primeros síntomas del alzhéimer se le manifestaron a Reagan cuando aún estaba al frente de la primera superpotencia del mundo. Es uno de los riesgos de poner en manos de un político de cierta edad algunas de las decisiones que podrían influir sobre el destino de su país o, caso de los americanos, el del resto del mundo.

Abogan, en cambio, a favor de la competencia de los abuelos el ejemplo de Winston Churchill, que dejó el poder a los 77; y más aún el del alemán Konrad Adenauer, que emprendió su carrera política cumplidos ya los 70 y la prolongó hasta alcanzar la feliz condición de nonagenario. La senectud no le impidió afrontar la reconstrucción de Alemania y su conversión en potencia.

No es seguro que Trump o Clinton vayan a desempeñar el cargo con igual brillantez, pero eso no depende tanto de la edad como de sus aún no demostradas habilidades.