Empieza el curso con dos escuelas que cierran sus puertas. Dos pueblos más que no llegan a cuatro niños de tres a doce años de edad para mantenerla abierta. Todos los años, lenta, pero inexorablemente, la misma noticia: menos niños, menos aulas; más pueblos sin escuela, más tristeza en el invierno.

Si se hubieran cerrado todas a la vez, sería un escándalo que nos indignaría y nos llevaría a la protesta, a la movilización, a la búsqueda de soluciones. En el peor de los casos, al menos se hablaría de ello.

Pero así, a cuentagotas, año tras año cuando llega septiembre, la triste noticia del cierre de escuelas apenas resalta entre las discretas cifras menguantes de escolares, profesores e inversiones en los centros, y el desorbitado gasto de la vuelta al cole? con el equipamiento completo del Corté Inglés.

El caso es que los pueblos se quedan sin escuela, pero lo que preocupa es la superación del síndrome vacacional, y la incertidumbre de la aplicación de la enésima reforma de las leyes educativas que someten a alumnos y profes a un estrés de cambios burocráticos, reválidas, competencia entre centros y odiosas comparaciones.

No puedo menos que recordar en estas fechas por qué decidí un día ser maestra, para cambiar -pensaba- un sistema educativo que reproducía las desigualdades sociales y para que los niños y niñas pudieran ser felices aprendiendo. O algo parecido, apenas intuido y animado por las experiencias de la nueva escuela que las profesoras, todas mujeres, de Pedagogía, nos daban a conocer.

Sin embargo, hace años que echaron el cierre, camuflado entre los datos del inicio de curso, las primeras escuelas donde empecé a trabajar a los veintidós años.

Cuando llegué a Porto, éramos en la escuela más de cien niños y niñas -entonces estaban hasta octavo de EGB- y cinco maestros, que al curso siguiente redujeron a tres juntando más cursos por aula. Ahora si hay algún niño va a la Escuela-Hogar de Puebla. Por cierto, nuestros alumnos eran bilingües, aunque no de inglés si no de gallego, y sus profes todos castellanos viejos. Aprendimos mucho unos de otros.

La escuela unitaria de Chanos, como la anterior en la Alta Sanabria, también ha cerrado por falta de niños. Dejé el curso antes de finalizar porque iba a nacer Violeta, no sin antes llevarme su regalo agradecido para mi hija y un recuerdo imborrable de mis pequeños alumnos. Como de todos los que he tenido la suerte de conocer.

En Samir de los Caños, ahora también sin escuela, mi hija cumplió su primer año y aprendió a andar y a relacionarse con todo bicho viviente, como una niña de pueblo que yo nunca pude ser. No pasé de ser una de las maestras de ciudad que vienen a dar clase.

Y resulta que esas tres primeras escuelas donde yo empecé a trabajar de maestra han cerrado. Los tres pueblos se han quedado sin niños, sin que nadie haya tomado conciencia de que algo muy importante se ha perdido en los pueblos.

Con total normalidad, y eso cuando no se han caído, han transformado las escuelas cerradas centros culturales, de usos múltiples, comedores sociales y hasta albergues de peregrinos. La situación se considera tan irreversible que a nadie se le ha pasado por la cabeza mantener los pupitres, las pizarras, los mapas.

Nadie piensa que se puedan volver a abrir las escuelas.

Si las escuelas cierran sin ruido al empezar el curso, cuando este acaba se producen miles de despidos de profesores también en silencio. Lo que en otras administraciones y hasta en la empresa privada sería objeto de crítica, escándalo y lucha, no mueve ni a la mínima solidaridad de trabajadores con los despedidos de la enseñanza. Miles de interinos que acaban la evaluación de sus alumnos en junio y no pueden ir a examinarlos en septiembre, porque se van al paro? hasta el próximo curso si hay suerte. Y así un año tras otro, educando a nuestros jóvenes a los que, salvo que cambien las cosas, les espera el mismo futuro.

Por eso hoy he recordado por qué quise ser maestra. Para que no se cierren las escuelas, para que no se despida a los profesores, para que no desaparezcan los niños de los pueblos, para que no desaparezcan los pueblos? Para no reproducir las desigualdades sociales. Para ser felices. Para luchar por serlo.

Para llevar la contraria a esos padres, esas madres, que nos decían: "Estudia hijo, hija, para que no seas como yo". Y estudiamos con su esfuerzo para llegar a ser como ellos.