Era el tiempo de la siega y mi padre, sombrero de paja y una camisa fatigada de tantos veranos y sudores, se incorporó un momento del surco para aliviar los riñones y calibrar con la vista el rastrojo y los manojos de cebada que mi madre iba atando por detrás. Con la hoz en la mano derecha y los dedales de cuero en la izquierda, me dijo: -¡Ven Pauli, que te voy a enseñar una cosa! Y allí, en el pago de El Campo, mientras caía la tarde, con el resplandor dorado del campo de cebada y rodeados de viñas y olivos, que verdegaban al viento como pendones orgullosos, mi padre Paulino me señaló dos espigas: una robusta, preñada de grano, pero encorvada y con la cabeza doblada por el peso. A su lado, otra, delgada, estéril y vacía, que sin embargo se mostraba erguida y desafiante.

-¿Ves estas dos espigas?, me preguntó. Pues así son también muchas veces las personas. La humildad y la duda son las más altas manifestaciones de la inteligencia. Por el contrario, aquellos que como esta otra espiga no tienen nada en la cabeza, se comportan con soberbia, orgullo y altanería.

Fue una de tantas lecciones de principios y de conocimiento humano que fui recibiendo de mi padre durante aquellos primeros años de mi infancia, cuando ayudar en la siega, la trilla o la vendimia, más que un trabajo, era una auténtica escuela de iniciación a la vida en la que el maestro trataba de cincelar con calculado aplomo en su alumno los valores por los que debía regir su conducta. Cualquier ocasión era buena para que me hablase de la importancia del trabajo, que además tenía que estar bien hecho, del esfuerzo, del compromiso, de la honradez, del valor de la palabra dada, de la humildad y del coraje y la valentía para dar la cara. No soportaba a los cobardes, a los chaqueteros, a los maniobreros y a veces hasta cometía la imprudencia de decírselo a la cara.

Eran años muy duros. Éramos felices, una piña, pero no sobraba el dinero. Recuerdo a mi padre siempre trabajando, a veces, como decía él, para el demonio, porque después de un año de esfuerzo máximo junto con mi madre, llegaba una maldita helada, el mildium o la tormenta del pedrisco y el sueño de la cosecha de uvas, nuestro principal cultivo, se perdía en una tarde o una noche aciaga. Eso significaba un año entero sin ingresos, "vivir no de lo que ganamos, sino de lo que no gastamos", según una frase acuñada por él que le gustaba repetir. Pero ni en los más trágicos momentos perdía la calma.

-"Mientras haya cabeza no ahorcan a uno por los pies", o "que venga por las viñas y no por la familia", decía con una sonrisa optimista y un gran aplomo.

Por eso, su segunda obsesión era mi educación, que yo estudiase. Aunque él apenas había ido a la escuela o quizás por eso, su proyecto más importante es que yo tenía que ir a la Universidad.

-Pauli, si no quieres ser un desgraciado como yo, tienes que estudiar, era el sonsonete que me repetía tanto en los buenos como malos momentos de mi vida como estudiante. Lo recuerdo visitándome primero en Salamanca y después en Madrid, llegando en el coche de línea con un cargamento de chorizos, jamón, aceite e incluso de patatas. A la vista de tanto bulto, que recordaba las películas de Paco Martínez Soria, yo le gastaba bromas, diciéndole que la gente fina viajaba únicamente con una maletita y una tarjeta de crédito, a lo que él respondía con un emocionado abrazo y un "¡pero... serás cabrón!"

Ahora, a unos días de su muerte, cuando escribo estas líneas entre lágrimas y desgarros, me aferro y me consuelo recordando su sonrisa sincera, sus aforismos, su determinación, su pasión por el campo, su energía, su patriotismo y el sentido común con el que lo explicaba todo.

A mi padre Paulino van dedicadas estas líneas, pero también a su generación, a tantos hombres y mujeres de estos campos, hijos de la posguerra y de todas sus necesidades y estreches, que consiguieron que sus hijos pasaran el Rubicón de la fatalidad, rompiendo la inercia de la historia que los condenaba a malvivir encadenados en los duros oficios de sus antepasados. Como en el caso de mi padre, es una generación que desconoció el ocio, el síndrome posvacacional y esa visión tan quejica y apocalíptica de España que tanto nos asfixia en los últimos tiempos. Su vida fue trabajar para los hijos, sin esperar nada a cambio.

Siempre hablé mucho con mi padre. También los últimos días y las últimas horas en el hospital cuando nos reunió a los miembros de la familia y con dificultad creciente nos arengó como él solía hacerlo con apelaciones al esfuerzo y a la importancia de la familia. Y después se despidió con una frase rotunda que yo tengo por su testamento vital y un resumen de su fuerte personalidad y de su vida de lucha: "¡Valor y cojones!".

* Paulino Guerra Robles, natural de Fermoselle, falleció el pasado 8 de agosto. Se dedicó toda su vida a trabajar en el campo. Fue alcalde unos meses durante la primera legislatura democrática y presidente de la Cooperativa Virgen de la Bandera durante varios años.

Paulino Guerra Bartolomé

(periodista)