Leo, sin asombro ni especial daño cerebral por los rigores del sol veraniego, que el dictador de Corea del Norte Kim Jong-un, ordenó la ejecución de su viceprimer ministro y máximo responsable de Educación del país, Kim Yong-jin, al considerarlo un "elemento antirrevolucionario".

Hay palabras que van indefectiblemente unidas a otras. En esta caso, "revolucionario" o sus familiares "antirrevolucionario" o "contrarrevolucionario", cuando se refieren a regímenes políticos, resultan inescindibles de términos como ejecución o purga, también de otros, más bien transitorios hasta llegar a la solución final, como reeducación.

Al parecer, para que el sufrimiento no fuera excesivo, el político, de 63 años, ha sido ejecutado por un pelotón de fusilamiento el pasado mes de julio. No consta si como en la también revolucionaria China, le han cobrado el precio de las balas utilizadas a la familia del ejecutado, cuestión no baladí si tenemos en cuenta el precio del plomo en los mercados internacionales y su proporción con respecto al poder adquisitivo medio en Corea del Norte.

Como motivos de la supuesta ejecución, se habría aducido que Kim Yong-jin "había mostrado una actitud negativa cuando asistió a una importante reunión parlamentaria a finales de junio". No obstante, imaginemos que como consideración hacia su sin duda intachable y desmedida entrega en cuerpo y alma al cuasi-divino líder, el viceprimer ministro fue interrogado antes de ser ordenada su ejecución. Toda una atención, realmente.

La escena, a pesar de lo trágico, me dirán si no resulta cómica, imaginando al pobre siervo del déspota y a la vez déspota en sí mismo de otros muchos siervos, genuflexo hasta rozar el suelo con la barbilla sin necesidad de doblar las rodillas. Ratificando una vez más su amor inigualable por el líder supremo y benefactor máximo de Corea del Norte. Reconociendo que no fue capaz de aguantar sin decaer en el entusiasmo apenas unos treinta o cuarenta minutos de aplausos o de apoyar su presencia ante el más sabio de todos cuantos hombres pisaron la Tierra con un rosario de alabanzas a la altura del, por otro lado, bajito déspota.

Y es que, como es bien sabido por todo el mundo desde su más tierna infancia en Corea, no hay sol que más luzca, ni sabio que más sepa, ni hombría más viril, ni sensibilidad más delicada, ni mano más firme, ni tacto más suave, ni visión más lúcida, ni entereza más compacta, ni liderazgo más indiscutido ni indiscutible, ni presencia más insustituible que la de su bien amado, generoso, desprendido y benefactor déspota.

Son las cosas que ocurren en los regímenes despóticos situados en las antípodas políticas de nuestra democracia occidental. Aquí no hay político o personaje público que no premie (sin balas, claro) a aquellos de sus correligionarios que expresen sus discrepancias o que se considere insustituible aún en los peores momentos y callejones sin salida. No es de extrañar, pues, que sean los más entusiasta y sinceramente aplaudidos por los suyos.

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