llevamos dentro, como una larva o un virus latente, la herencia genética del racismo. Por ejemplo, poniendo a un lado el carisma contenido de Obama, su dominio de la voz y la palabra, la elegancia física con la que se mueve por el mundo, y, al otro lado, la brutal gestualidad de Trump, su necesidad del exabrupto para hacerse oír, la actitud bravucona y zafia como bandera más identificable, cuesta evitar que ese contraste, acumulado en la parte no racional del cerebro, acabe condensando en racismo antiblanco, y llegue uno a sospechar que Trump expresa bien el fondo energuménico de una raza, e incluso tenga uno la compulsión, imaginándose en la grada de un mitin de Donald, de golpearse en burla el pecho con los puños, como hacia Copito de Nieve, aquel gorila albino del zoo de Barcelona (y que la memoria de éste nos perdone). Pero, en fin, hay que resistir esta tentación racista.