Nunca, desde el año 1972 que fuimos a Laredo por primera vez, hemos visto tanto personal como el que ha acudido este año a veranear. La inmensa playa Salvé, que en la marea baja podría albergar a los habitantes de alguna de las importantes ciudades de España, estaba a rebosar, sobre todo los fines de semana. Esos días se asemejaba mucho a las abarrotadas playas del Mediterráneo.

Tal afluencia me hizo pensar que los españoles han alcanzado la cordura a la hora de veranear. Laredo se ha visto "agraciada" justamente por las condiciones que ofrece al veraneante y que no se dan en otras localidades mucho más visitadas habitualmente. Los que conocemos esta villa del Norte y hemos disfrutado de sus cualidades durante más de treinta años no nos explicamos por qué no ocurre todos los años igual que este. El clima del Cantábrico es encantador para los que disfrutamos del sol veraniego en la meseta; la playa "de los niños", segura casi al 100%, con su fina y limpia arena; la tranquilidad que se respira en la villa, cercana a las dos principales ciudades de Santander y Bilbao; pero muy lejana si se quiere prescindir del gentío, la extraordinaria limpieza de todas sus calles, barridas y regadas desde las siete de la mañana? Para mí, todo eso hace de Laredo un lugar idílico y único en verano. Solo le falta a Laredo, como a todo el Norte de España, que el verano transcurra, como este año 2016, sin las frecuentes lluvias que se dan a lo largo del año.

Pero, con ser muy importante, no quiero hoy fijar mi atención en la inmejorables condiciones de la villa pejina, cercada por el inmenso mar, que le proporciona la estupenda bahía en que se asienta, con el puerto que atrajo al emperador Carlos en sus viajes a España. Quiero ver la profunda y duradera vida de esta ciudad, marinera mucho más que turística. Y, en esa fértil vida marinera, quiero traer ante mis lectores a unas mujeres, "las panchoneras" de Laredo, que fueron, a lo largo de los siglos, modelo de mujer trabajadora y esclava de sus labores cotidianas. Laredo ha sido, a lo largo de los siglos, una población que vivía del mar, de ese Cantábrico que asusta por sus galernas; pero que proporciona alimento y medios de subsistencia a los que lo aman dándole a diario el cariñoso apelativo de "la mar".

Ha sido todo un espectáculo, sobre todo cuando estaba a la vista el recoleto puerto marinero antiguo, dar un paseo a la caída de la tarde y contemplar, junto a aquellas casetas llenas de útiles marineros, a las mujeres que remendaban las redes y a los hombres que llevaban a cabo los últimos preparativos para hacerse a la mar. Allí comenzaba para estos la tarde-noche de faena que terminaba al día siguiente con la llegada al puerto y depósito de la pesca en la lonja, donde se hacía el reparto de lo pescado y la fijación del precio de venta para el día. Hecho eso, entraban en juego las mujeres, las "panchoneras", que cargaban, sobre los rodetes que coronaban sus cabezas, el "carpacho" (la cesta de mimbre) lleno de pescado con el que llevaban el fruto recogido por sus maridos. Unas lo llevaban a sus propias casas; otras lo suministraban a los clientes particulares o a los establecimientos que lo venderían al público. La faena era ruda; pero la rudeza era superada por la alegría manifestada en aquellas canciones tradicionales que la panchonera iba desgranando por las calles pinas de la "puebla vieja" o las llanas del ensanche, y que ahora ofrece en concierto su coro bien ensayado.

No terminaba con ese acarreo la faena marinera de aquellas mujeres. Realizada esa, se dirigían a las fábricas, existentes entonces en gran número y reducidas ahora a una sola y pequeña, donde elaboraban el pescado, sobre todo la anchoa en la que transformaban el pequeño bocarte y todavía lo hacen hoy. La publicidad ha elevado al cielo las de Santoña, pero en las tabernas actuales de la villa se pueden degustar las estupendas "anchoas de Laredo", que llevan los visitantes estivales como estupendo regalo del veraneo. El 27 de julio tuve la gran suerte de asistir al concierto de la coral Las Panchoneras que, ataviadas con su uniforme (varias de ellas con su carpacho en la cabeza), dedicaron a celebrar el vigésimo año de la Fundación que sirve para conservar, en ferviente tradición, aquella profesión que los tiempos han relegado al sentimental olvido.