La importancia de las campanas a lo largo de la historia depende no solo de los fundidores, sino también de los campaneros que han hecho posible, con su volteo, que entendamos su lenguaje. Ya quedan pocos que sepan su código, basado básicamente en el timbre y en la velocidad, ni las partes de que están compuestas: el yugo, la copa y el badajo. El yugo, de madera o de hierro, es la parte donde se cuelga, la copa lo que se ve de la campana y el badajo lo que va dentro para poder tocarla. Ninguna campana suena igual a otra, y eso depende no solo del corazón del campanero, sino también de la mezcla de metales que se usaron en su fundición.

Se generalizó su uso allá por el siglo IV con el francés san Paulino de Nola. Tras la muerte de un hijo, recién nacido, se replanteó su forma de vida y acabó retirado con su mujer repartiendo sus riquezas, ayudando a los enfermos y necesitados, en un lugar, llamado Nola en Italia, cerca de la Campania. Allí construyeron un templo al santo más famoso del lugar, san Félix, y como acostumbraban a llamar a la gente con un instrumento de metal que retumbaba en aquella región, le pusieron el nombre de campana.

Con ellas se marcan las horas de los oficios litúrgicos, toques de oración: laudes, vísperas, completas, etc., a la vez que servían para la distribución del tiempo de las diferentes tareas de los seres humanos y como arma contra las adversidades temporales ("a rebato" significando fuego o invasión, con "la queda" se marcaba el final del día y el cierre de las puertas de la ciudad, también se consideraba su toque una señal de respeto ante alguna visita de importancia) y espirituales ("de clamor" indicando defunciones, con timbre pausado y melancólico; si era mujer fallecida, dos repiques, tres si se trataba de un hombre, y varios según las distintas jerarquías), celebraciones de gloria: bodas, bautizos, romerías. Es necesario resaltar que las campanas también saben guardar respetuoso silencio, pues callan desde el Jueves Santo al Domingo de Resurrección, para recordar la muerte de Cristo.

Todas las campanas tienen nombre propio, generalmente se les grababa en la fundición, pero en numerosos lugares no aparecen con nombre en el hierro, sino en el corazón de los hombres y son los propios habitantes del lugar los que se los han puesto. Dichos nombres hacen referencia a diversos aspectos: su sonido, su situación, el fin último que se perseguía con su toque, a alguna de difuntos la llamaron "Defuntos ploro", "Lloro a los muertos", si deshacía tormentas, "Nimbus fugo", "Hago huir a las nubes" y muchos más.

Los distintos toques de campanas han generado profusa literatura, así uno de los cánticos que se conservan para espantar tormentas cargadas de agua o de pedrusco reza como sigue: Tente nublo/ tente tú/ que Dios puede más que tú/ Si eres agua ven acá/ Si eres piedra vete allá.

Pocos zamoranos conocen los nombres de las campanas de la Catedral de la ciudad: aparecen en el atrio tres cimbalillos, destaca la María, dos sermoneras, con Bárbara a la cabeza, por supuesto para deshacer las tormentas, debajo de ellas La Bomba, María de la Concepción. En la fachada norte, Los cuartos, dos que dan las horas y las Gallegas: María y José. Hubo en tiempos otra Bomba, de 4.000 kilos de nombre La Golondrina en el antiguo templetillo del reloj.

Me gustaría citar tres ejemplos de la relación que en Zamora ha habido entre los hombres y las campanas en épocas bien distantes.

La primera tiene que ver con la llegada de san Vicente Ferrer a nuestra ciudad un 23 de enero de 1412. Trajo con él una campana que cuando tocaba sola indicaba la muerte de alguien cercano. Le acabaron quitando el badajo y se conserva en el convento de las Dueñas de Cabañales.

La segunda tiene que ver con el origen de la batalla de Toro, en el siglo XV, cuando falló la campana en la frustrada reunión en medio del Duero entre el rey Fernando el Católico, casado con Isabel, y el rey de Portugal Alfonso V, casado con Juana, La Beltraneja, sobrina de Isabel la Católica, para alcanzar un acuerdo de paz en la guerra sucesoria entre beltranejistas e isabelinos, para dominar el reino de Castilla.

En un primer intento de acuerdo, el rey de Portugal reconoció a los Reyes Católicos como reyes de Castilla. Pero después la Beltraneja reclamó el reino para ella. Zamora era un bastión esencial en la guerra entre ambos; el rey portugués dominaba la orilla izquierda del Duero y el Castillo, mientras que Fernando el Católico dominaba el resto de la urbe.

Se produce un segundo intento de acuerdo de paz, citándose ambos en medio del río Duero a la una de la madrugada, pero uno de los barcos comenzó a hacer agua, se adelantó el toque de campana del reloj y dio las tres, cuando era la una y las dos embarcaciones no se vieron a causa de la niebla.

Por culpa de esas campanadas se produjo el 1 de marzo de 1476 la Batalla de Toro, donde, a pesar de los cientos de muertos que se produjeron en ambos bandos, todos creían haber ganado como consta por los documentos que cada uno de ellos redactara, tal como recogió el jurista del siglo XVII, Pedro Barbosa Homem, en sus Discursos de la Jurídica Razón de Estado: La conclusión, así única como breve, sea que, de esta batalla de Toro, la honra fue del Príncipe don Juan, el provecho del Rey Católico; la victoria, de ninguno. ¿Oyen ustedes alguna campana hoy en día?

Y con esa pregunta que lanzara el escritor anteriormente citado desde un tiempo tan lejano, llegamos a nuestro tercer ejemplo, que tiene lugar en la actualidad en el pueblo zamorano de Moreruela de los Infanzones, donde nació hace solo 86 años un campanero de raza, y un hombre hecho a sí mismo, llamado Enrique Prieto, un hombre de alturas, el cual va a recibir un magno homenaje por cientos de personas, el sábado día 20 de este mes de agosto, y entre otros, habrá por supuesto un concierto de campanas a cargo de más de 30 campaneros venidos de toda España, pues empeñado anda para que no se pierda dicha costumbre.

Enrique subió por primera vez al campanario de la iglesia de su pueblo a los ocho años, cuando al sacristán le empezaron a fallar las fuerzas. Entonces aprendió a repicar, tocaba cuando nacía un niño, cuando se hacía alguna procesión al santo, pidiendo lluvias, anunciando defunciones, en las bodas? aprendió todos los toques y siempre lo ha llevado en la sangre.

También subía a los árboles del soto sin esfuerzo, porque otra de sus aficiones de infancia consistía en observar a los pajarillos. Sabía dónde estaban los nidos de los jilgueros, le gustaba contemplar los huevos cuando los padres abandonaban el nido, cómo rompían y salían a la vida, cómo los alimentaban, y muchas veces él les construía casitas de cartón o madera para proteger a los polluelos, para que no los comieran las rapaces u otras alimañas, y si los padres desaparecían, él pacientemente les daba de comer y luego los echaba a volar.

Con 30 años vendió, con todo el dolor de su corazón, las tierras heredadas de los padres y marchó a Madrid donde vivían dos hermanos. Allí, se hizo promotor, y construyó su primera casa con 12 viviendas en el Paseo de Extremadura. Como se fiaba poco de los bancos (es un hombre con gran sentido común) se dedicó a comprar tierras a 20 kilómetros de la gran ciudad, porque pensó que pronto se repoblarían, como así ocurrió. De esa manera empezó todo.

Él siempre soñó con ser maestro para enseñar o médico para curar, pero no fue posible, porque había que trabajar.

Todos los años, desde su partida, ha regresado al menos una vez a Moreruela, por San Pedro, cuando los ajos o en la Semana Cultural. Sentía pena, porque, pasados algunos años, se había casi olvidado de cómo tocar las campanas "Din" y "Dan" de su querido campanario, y ya no había ni repuesto de campaneros en él. Así que, ni corto ni perezoso, un día decidió con el beneplácito de la familia regalar una de las campanas que se había roto, la "Dan", y desde la fundición de Saldaña en Palencia mandó traerla para su pueblo. El 30 de septiembre de 1990 se preparó la fiesta de la reposición de la campana y retomó entonces el oficio que tanto tiempo atrás había dejado, y aunque ya no puede trepar como antes a los árboles, o ascender hasta el cielo del campanario de la iglesia de su pueblo, porque su gran corazón de campanero ha empezado a darle algunos sustos, sigue arreglándoselas para repiquetear de vez en cuando y por supuesto para echarse algún baile de salón con su señora y sin bastón.

Él persigue un sueño y es que se construya un grupo móvil de campanas para que todo aquel que quiera aprender, pueda acceder a ellas y no se olvide nunca oficio tan hermoso.

Y esperamos que este día en su merecido homenaje, rodeado de toda su familia, amigos y gente que lo aprecia de corazón, pueda cumplir sus sueños y afinar con las campanas y deleitarse y deleitarnos con ese sonido que nos acompaña, marcando el ritmo de nuestra existencia, aunque a veces no le prestemos la atención que merece. Pero para eso está Enrique, para recordárnoslo, conjurando tormentas o haciendo huir a las nubes, una curiosa forma de hacernos un poco más llevadera la vida.