Fue por la calor?". Era la sorprendente respuesta al agente de la Guardia Civil camino del furgón policial. El verano llegaba con temperaturas muy altas, con frecuencia por encima de los 42 grados, y aquel día estaba siendo particularmente duro. A las cuatro de la tarde el sol se desploma sobre las casas de adobe. La neblina que produce el aire caliente al elevarse sobre el suelo convierte las calles de la aldea en un cristal cegador. La calima difumina y emborrona las resquebrajadas laderas de las colinas y el horizonte reverbera tras un fondo de encinas y miseria.

"Hemos disparado ahora porque soy muy friolero. En invierno me se agarrotan los dedos y no hago puntería". Emilio, el mayor, habla solo. Tiene una palidez mortal y la mirada perdida en las manos esposadas. Los ojos, desmesuradamente abiertos. No entiende nada. "?la calor,? fue por la calor".

Hay tardes, como aquella de agosto, en las que no hay humanos en el pueblo, ni tan siquiera indicios que hagan sospechar su presencia tras los cuarterones cerrados de las casas. Ni pájaros, ni perros. Nada con realidad corpórea en un mundo sofocante que parece detenido. Son tardes en las que la vida se derrite en la flama y una soledad agónica se adueña hasta del último resquicio de la tierra. Solo al anochecer, un viento insignificante volverá el aire respirable.

En los paisajes duros y desérticos en los que la prioridad es sobrevivir, la virtud se convierte en necesidad. Sin embargo, no siempre es así. A veces, la solidaridad entre vecinos suele coincidir con habladurías, recelos más o menos disimulados, rencillas y venganzas. Unas lindes, un incendio fortuito, un amor no correspondido bastan para enfrentar a muerte a dos familias.

Aquel atardecer, los hermanos Izquierdo salieron dispuestos a acabar con los Cabanillas y, armados con escopetas, esperaron agazapados entre los maizales a que llegara la noche. Poco a poco, el cielo fue tornándose cárdeno. Las horas transcurrían con la lentitud acostumbrada y el sol rodaba, un día más, hacia el ocaso. Nada hacía presagiar la tragedia a punto de suceder.

Con las primeras sombras, los dos hombres entran en el pueblo por el callejón del Huerto serpenteando entre piedras como reptiles de pana negra. Se mueven por instinto. Tienen la respiración entrecortada. El vello, hirsuto. La espalda arqueada y las pupilas dilatadas. Saltan los primeros tapiales, sigilosos doblan un recodo y luego corren unos cuantos cientos de metros. Al llegar al centro se detienen. Escudriñan a su alrededor por si hubiera presa alguna. No hay nada. Bueno, habrá que aguardar. Sin prisas, ya entrarán. Cuando aparecen las niñas disparan.

"Como cuando salimos a cazar tórtolas? pum, pum y a la cazuela"... Era la culminación de una venganza germinada tiempo atrás. El comienzo de una borrachera de sangre sobre un escenario de olivares y fachadas de cal blanca.

En un momento, nueve muertos yacen desparramados en la plaza y una docena de heridos se retuercen en la tierra. Gritos. Imprecaciones. Plegarias y quejidos. Olor a pólvora, pueblo abajo, y desesperación. Cuando los hermanos dan por terminada la cacería "s'echan p'al monte". A su espalda, una locura de todo punto incurable... "Habríamos vuelto a disparar durante el entierro de los muertos", dirían más tarde.

Sucedió en Puerto Hurraco hace más de veinticinco años. Finalizaba el mes de agosto y, desde entonces, forma parte de la memoria colectiva del país.