Uno se queda perplejo viendo cómo, cada vez más, la personalidad de mucha gente se va diluyendo como un azucarillo en el océano, en la conciencia colectiva de este mundo totalmente globalizado. Reconozco los logros inmensos que la globalización ha traído en estos últimos años a diversos niveles. Sin embargo, eso no significa que todo sea de color de rosa: el mal uso o abuso de Internet y de las redes sociales también siembra mucho mal y cosecha verdaderos desastres educativos a gran escala. No es ciencia ficción de películas futuristas. Son preocupaciones que recientemente han compartido conmigo algunos amigos profesores de informática que, como nadie, saben por dónde van las nuevas generaciones.

Crece de manera imparable esa falta de responsabilidad personal a la que muchos jóvenes están siendo sometidos (e incluso no pocos de quienes somos adultos) por esas relaciones ya no de dependencia, sino de verdadera esclavitud respecto de internet, las redes sociales, los medios de comunicación y la última versión o modelo de las nuevas tecnologías sin las cuales nuestra vida cotidiana es inimaginable. Se ha llegado al punto de que la desinformación que sufrimos se ha hecho una opción libre y decidida de cada persona. A ver quién puede sustraerse a toda esa presión informativa universal, imposible de procesar mínimamente en las mentes y de digerir en las tripas. En un informativo, cuando quiero empezar a solidarizarme con los refugiados que veo en pantalla, ya me están poniendo el último gol de Cristiano Ronaldo o el ambiente festivo de las verbenas en los pueblos de España durante estas fechas de agosto. Soy un mar de dudas a la hora de valorar si realmente esta era digital y mediática de saturación desenfrenada nos está haciendo más y mejores personas, con identidad y responsabilidad propias. Me temo que más bien estamos evolucionando, sin darnos cuenta, hacia una especie humana cada vez más parecida a la fabricación en serie de marionetas, movidas por los hilos de los neopopulismos y por los intereses económicos de los más poderosos. Unos y otros, verdaderos ingenieros sociales, logran "robotizarnos" para que no pensemos mucho y seamos fácilmente manipulables e influenciables.

Hoy el más tonto reconoce que hasta el más listo se ve arrastrado en su personalidad por esa conciencia colectiva que reacciona al unísono ante cualquier noticia. Pobre de aquel que se salga un poco de esas filas del pensamiento único. Los que más cacarean conquistas de libertad suelen ser los más intolerantes con quienes en ocasiones pensamos, escribimos o actuamos fuera de la actual dictadura de lo "políticamente correcto".