Nos desvivimos por comprar seguridad a cualquier precio y acabamos viviendo a la defensiva. Buscamos protección y nos encerramos en casa. Buscamos bienestar y acumulamos riquezas. Nos hacemos prisioneros del miedo a perder el pequeño mundo que hemos ido amurallando y que no nos deja gozar de la belleza de la vida.

Vivimos en un mundo donde social y personalmente es fácil caer en la rutina, en lo superficial, en el "ir tirando". Con el pasar de los años, los proyectos, las metas y los ideales de muchas personas terminan apagándose y nos convertimos en autómatas deshumanizados.

Frente a esto Jesús habla de la vigilancia. Se puede entender como una actitud que nos libra del sinsentido que domina nuestra vida en ocasiones en las que caminamos por la vida sin meta ni objetivo alguno. La ausencia de Dios nos vacía de sentido. Necesitamos estar vigilantes y descubrir al señor en todas las circunstancias de la vida, en todos los acontecimientos.

Nuestro corazón debe estar lleno de él. Son muchos los modos en que el señor ausente se hace presente: en el pan y vino eucarísticos, signos de su cuerpo y de su sangre; en su palabra; en los necesitados, en los cuales sale a nuestro encuentro; en los acontecimientos de cada día. Si nos dejamos conducir por todo esto hacia el señor, permaneciendo unidos vitalmente a él, puede llegar en el momento que quiera porque estaremos despiertos y preparados.

La invitación de Jesús a vivir sobrios y despiertos nos llama a salir de la indiferencia, la pasividad o el descuido con que vivimos con frecuencia nuestra fe. Para vivirla de manera consciente necesitamos conocerla con más profundidad, hacerla vida y tratar de vivirla con todas sus consecuencias, aunque en ocasiones no sea fácil.

Tenemos que hacer de la fe la luz que inspira nuestros criterios de actuación, la fuerza que impulsa nuestro compromiso de construir una sociedad más humana, la esperanza que anima todo nuestro vivir diario.

Que el evangelio de este domingo nos haga vivir atentos y vigilantes a los signos de los tiempos, que no son las glorias del pasado ni los sueños del futuro, sino las llamadas y las huellas de Jesús en el mundo de hoy, que es el que tenemos que amar.