Era la pregunta, de broma, que solían hacernos a los niños, cuando íbamos a la capital en los años "del coche de línea".

De Viriato solo nos acordamos los zamoranos y algunos historiadores. Ahora, como el Cid, después de muerto, llega, en una de sus famosas cabalgadas, hasta la capital del reino.

Para devolverle la pregunta a mis paisanos, viajo a Madrid y no me pierdo la exposición del Museo Arqueológico Nacional: "Lusitania romana, origen de dos pueblos".

Las hazañas del pastor lusitano dan para unas cuantas clases amenas de historia, aunque esta materia empieza a ser compañera de viaje de las matemáticas tocante a indigestarse en el "tracto intelectual" de los estudiantes.

El escultor de Moraleja del Vino, Eduardo Barrón, lo inmortalizó en una soberbia estatua que las enciclopedias Álvarez reproducían antaño hasta en la edición para parvulitos, cuando todavía nos andábamos rompiendo la cabeza con las primeras letras.

De cabeza trajo Viriato a los romanos hasta que una traición lo quitó de en medio. También este último episodio viene a mi mente con el grabado coloreado, en el libro de texto, del famoso cuadro de Madrazo, donde los capitanes del general-pastor lloran la muerte miserable de su jefe.

El final ya lo sabemos: "Roma traditoribus non premiat", frase que se está volviendo a oír estos días en la Unión Europea, a pesar de que el Latín, según dicen, es una lengua muerta, aunque no lo asegurarían los ingleses.

Pero los héroes no mueren y menos el nuestro que en la plaza de su nombre se yergue en un pedestal rocoso, como su propia estrategia militar, frente al enemigo prepotente.

De traiciones está hecha la historia, desde las Termópilas hace 2.500 años, con otro pastor decisivo, (felón en este caso) hasta Bellido Dolfos; y no nos olvidemos de Judas a quien muy expresivamente retrató en un "paso" Miguel Torija para la cofradía de La Santa Veracruz.

Las traiciones son los renglones torcidos de Dios: "Oh, feliz culpa, que nos mereció tan grande y excelente Redentor", escribió san Agustín.

La traición ignominiosa a Viriato derivó en una advertencia que, con el tiempo, Roma terminó pagando contra sí misma, a pesar de detestarla en otros.

Cuando los bárbaros rebasaron el "limes" pudieron ser ciudadanos romanos y algunos llegaron hasta el generalato.

Estilicón fue uno de ellos, pero la histeria de limpieza de sangre (que no la inventamos nosotros) continuaba y fue condenado injustamente, en razón de su origen.

La sombra de Viriato es alargada... hasta Madrid alcanza.

(*) Licenciado en Geografía e Historia