Resultaba raro esa mañana salir airoso del siempre fácil ejercicio de divisar una nube. Pareciera que el viento nunca hubiese existido y pese a lo temprano de la hora podría pronosticarse aún sin grandes dotes de profeta que el calor de la jornada sería calificado por las bellas y bellos presentadores de los espacios televisivos dedicados a la climatología como histórico e insoportable. Ambas cosas mentira. El año pasado hizo el mismo agobio. Y soportable, dado que nos azota, pero no nos lleva al otro barrio. Nunca dicen lacerante. No está de moda lacerante y es un adjetivo que viene muy bien al calor. Calor lacerante. Claro que también parece de una voz en off de un documental sobre la fauna de Atacama, siendo este si existiera un documental muy corto, dado que no hay quien viva en Atacama. Escasa fauna.

Un atinado narrador diría que en este contexto de ánimo adormilado, piel ensabanada, sueño interrumpido y pies descalzos sobre losetas tibias se imponía la calma. Pero lo que se imponía era un café, tostadas de pan con aceite y tomate, aire acondicionado a tope y repaso a las portadas de los periódicos. Las portadas de papel, aún viéndolas en el ordenador, representan cierta imanencia frente a un torbellino, un caudal, un salpicón de noticias de las que uno no sabe si entra o sale o son de aquí o allá, de hoy o de ayer. Acotan la actualidad. La fijan, la jerarquizan. No se nos va a ir el artículo por el lado de la teoría periodística, dado que en esta mañana de ocio y calor que referimos, lo siguiente tras el portadeo o portadismo es mirar el patio. El ojopatio, que se decía antes. Se está perdiendo ese término, lo mismo que se está perdiendo la costumbre de ofrecer tabaco o la tarta de queso sin mermelada. Hay un mono de obrero colgado y un chico en bañador fumando en una ventana lejana. Demasiadas persianas bajadas. La gente duerme o quiere espantar el calor. Las ventanas de las redes sociales sí han abierto y hay un interesante debate acerca de la vida privada de Lev Tolstói, una discusión sobre la pertinencia de la obra de Alejandro Sawa, una fuerte polémica sobre las cocochas y varias proclamas proféticas que enfatizan en que en 2050 seremos resistentes a los antibióticos y palmaremos abundantemente. Pero lo que me resulta más cautivador es el post sobre la cirugía en el siglo XIX que ha colgado un buen amigo arquitecto, que el otro día me dijo en un almuerzo que está escribiendo una novela sobre un patio de vecinos en el que el misterio reside en una persiana que jamás se sube aún siendo la que da a la principal estancia de la casa, donde viven siete mujeres. Debe ser un ambiente sofocante, le dije. Lacerante, me contestó.

Alguien me retuitea una torpe greguería y el pitido del móvil me saca de Twitter y de esos pensamientos. Miro al cielo y aparece una nube, pero no infiera el lector que mi salón carece de techo, dado que continúo medio asomado a la ventana. No en el alféizar, que sería un término muy literario para una mañana prosaica y vulgar de verano de las que solo genios como Carver o Cheever sacarían algún provecho. Quién sabe si también esas siete mujeres.