Fue un espejismo creerse que el mes de julio se cerraba con Gobierno. La investidura está más verde que madura y lo peor es que se puede pudrir. Terminar con otras elecciones no debe descartarse por más que supusiera un escándalo mundial.

De entrada, que no comiencen las consultas del rey hasta el 26 de julio, es decir, un mes después de ir a las urnas, ya es un despropósito. ¿Por qué no pueden constituirse las cámaras en una semana, a la siguiente consultas y a la tercera, como mucho, gobierno? ¿Para qué cincuenta y cinco días desde la convocatoria de comicios hasta que se vota? De entre todo lo que hay que reformar, esos plazos deben ser lo primero, para que nunca más se pierda un año como este. Pero no se reformará nada hasta que alguien gobierne y logre conformar mayorías suficientes.

¿Qué pasa ahora para este parón? Que Rajoy no se mueve lo suficiente, que Rivera no vive sus días más atinados y coherentes, que Sánchez calla porque en cuanto hable puede morir y que Iglesias sigue practicando la deslealtad habitual, incluso con los suyos. Este es el patético panorama que nos ofrecen los principales líderes del país. Si quieren añadir esperpento, súmenle el espectáculo de los diez votos secretos inesperados que recibió la presidenta del Congreso, Ana Pastor, a saber, uno de Coalición Canaria, cinco del PNV y cuatro de la antigua Convergencia por más que su portavoz, Francesc Homs, se haga el sorprendido. Un panorama desolador.

Rajoy va a presidir el gobierno que no llega, porque obtuvo más diputados y porque, si hace falta, nos meterá en unas terceras elecciones en las que podría acercarse a la mayoría absoluta. Él en parte es el problema, porque Ciudadanos votaría sí a cualquier otro candidato de renovación del PP, y hasta el PSOE lo tendría más fácil, pero no esperen esa generosidad.

Albert Rivera quiere compartir el coste de ese apoyo, que le revuelve por dentro, con el PSOE o con otras fuerzas y asegura que le pedirá al rey que apoye esa opción, pero un doctor en Derecho Constitucional debe saber que el rey no puede, ni debe, hacer eso.

Pedro Sánchez es el que lo tiene más difícil. Que no habla, se quejan algunos. Es que ni habla ni duerme apenas, confirma su entorno. No debería ser tan grave que algunos diputados socialistas se abstuvieran para que Rajoy lograra la investidura y así poder gobernar en minoría, pero hay un drama: aunque los electores socialistas pudieran entender ese gesto, la militancia nunca lo aceptaría. En cuanto eso se produzca, Sánchez sabe que ha perdido su inminente Congreso y acaba su carrera política. "El 10 de mayo de 2011 -analiza Antonio Hernando, el más clarividente de los dirigentes socialistas- Zapatero salvó a España de la intervención económica, con la deslealtad del PP, pero hundió electoralmente al PSOE". Y añade: "Ese sacrificio del partido hoy no serviría para salvar a España, sino para salvar a Rajoy". A ver quién se hace ese harakiri.

Y para acabar de arreglarlo, Pablo Iglesias, el que impidió un posible gobierno del PSOE con Ciudadanos e independientes de Podemos, con tal de hundir a Sánchez. Le costó a él mismo un millón de votos de calidad, que maquilló con activos de Izquierda Unida. Pasarán varios años probablemente hasta que un gobierno de centro izquierda tenga oportunidades en España. Pero si de Iglesias depende nunca llegará, salvo que lo presida él mismo. Preso de su obsesión por superar al PSOE en todo, aunque el 26 de junio no fue así, preparó una estratagema para evitar que la izquierda pudiera presidir el Congreso de los Diputados. Envió a Íñigo Errejón a negociar con los socialistas y en plenas conversaciones los mismos socialistas tuvieron que advertir al portavoz podemita que su jefe lo estaba desautorizando con una estrategia distinta llamando personalmente a Puigdemont para que apoyara a Domènech y así desbaratar la opción de Patxi López. Iglesias es así y Errejón, además de brillante parlamentario, candidato al premio Nobel de la Paciencia.

Estos personajes, señores, son los que hemos elegido para el Congreso de los Diputados. No esperen milagros. Y menos soluciones inmediatas. Los intereses y los defectos personales pesan más que el interés general.