Algunos los llaman ya los "votos de la ira". La ira contra quienes los gobiernan, contra las élites de la política y del dinero. La ira contra los medios, a los que acusan de defender muchas veces a esas mismas élites y de modo general un sistema que consideran tremendamente injusto. Es el sentimiento que está muchas veces detrás del voto al Frente Nacional Francés, de Marine Le Pen, al Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo o que mueve a quienes en EE UU apoyan con entusiasmo al republicano Donald Trump. Es lo que explica el auge de la extrema derecha en Austria, el del partido UKIP de Nigel Farage en el Reino Unido, el de la xenófoba Pegida o la algo más moderada Alternativa para Alemania en este último país.

Es la ira de los perdedores de la globalización, de unas clases medias y trabajadoras que se sienten cada vez más inseguras como consecuencia de la desindustrialización, de la crisis económica, de la inmigración, del terrorismo. Es la ira de quienes no entienden que ninguno de los principales responsables de la crisis financiera, ningún banquero de Goldman Sachs, por ejemplo, haya dado con sus huesos en la cárcel. La ira de quienes en Polonia, en Hungría y en otras partes, olvidándose de los derechos humanos, se preguntan por qué tienen que soportar la llegada de las víctimas de guerras que ellos no han provocado. Refugiados procedentes además de otros ámbitos culturales y que suponen una indeseable competencia laboral o para el disfrute de unos servicios públicos que los gobiernos no dejan de recortar.

Es esa ira la que están sabiendo canalizar para su causa los pescadores en río revuelto: partidos y movimientos nacionalistas y xenófobos que encuentran sus caladeros de votos, sobre todo, en las regiones que han sufrido una rápida desindustrialización como tantas de EE UU o de la vieja Europa. Las fábricas que producían nuestra ropa, nuestros electrodomésticos, nuestros automóviles se han desplazado muchas veces al mundo en desarrollo, donde la mano de obra es más barata y los trabajadores tienen muchos menos derechos.

Mientras tanto en Occidente han surgido sociedades posindustriales que requieren otro tipo de trabajadores: universitarios bien formados, programadores y sobre todo gente con idiomas, flexible y dispuesta a cambiar de trabajo o de lugar de residencia. Son los empleados de la banca, los seguros o las nuevas empresas del sector digital, que en Londres por ejemplo, y contrariamente a lo ocurrido en las regiones más deprimidas del país, votaron mayoritariamente en contra de la salida del Reino Unido de la UE.

A la crisis económica se suma en muchos países europeos una crisis de identidad: en Gran Bretaña, por la pérdida del imperio; en Francia, por la fuerte inmigración magrebí, consecuencia del pasado colonial de ese país.

Y mientras esos ciudadanos, cada vez más inseguros, sienten que los partidos tradicionales se han olvidado de ellos. Ven que los programas de los partidos se parecen cada vez más entre sí y sienten que no es la política sino el mundo económico quien los gobierna. Y se echan en brazos de quienes les prometen acabar de una vez con todas sus cuitas.