Las autopistas abiertas en el ciberespacio y los hábitos que las mismas desencadenan nos ponen en disposición de saber algo sobre las consecuencias de levantarnos por la mañana y dar un me gusta en el Facebook, colocar una foto en Instagram, hacer un comentario en el WhatsApp, desembarcar el Twitter con ganas de incordiar, elegir un tema en Spotify... El asunto es saber si estos menesteres nos hacen más libres, o bien nos sitúan como sujetos pasivos de una programación donde la diferencia se evapora, donde lo imprevisible se desvanece y donde nada es revolucionario.

Por las alertas que recibimos a diario conocemos que nuestros gustos son vigilados y estructurados de manera minuciosa, y que la repetición de los mismos en el tiempo hace que estas preferencias se conviertan en recomendaciones. Te sirven en bandeja la ración musical; hacen recuento en el historial personal y te invitan a una conferencia de un filósofo del que eras devoto y que ahora te parece un ideólogo repugnante del fundamentalismo; dicen que te maravilla un modelo de coche y no sabes bien por qué; buscas un día el precio de una pieza de la lavadora y ahora te llega por múltiples vías toda la gama de la marca; tuviste una novia con la que celebraste un encuentro memorable con tequila, tanto que mereció la pena dejarlo patente en el Facebook, y ahora te la ponen delante, reencarnada, cuando la relación acabó a muerte...

Sí, no cabe duda. Caminanos hacia un estadio extraño: por un lado, esta jaula de oro nos hace endogámicos, grupales, ajenos a lo que sucede y aparece en fuentes externas, y por otro, ya nadie duda de que vamos hacia una indolencia cultural que trata de evitar lo complejo y que pone en dificultades a la capacidad selectiva de la inteligencia natural. Frente la omnipotencia, escribir una carta a mano, elegir un libro en una biblioteca, tomar una copa, comer en un chiringuito... Todo lo que no es controlable, o al menos lo parece.