No parece que los políticos actuales sean muy partidarios de la dialéctica, entendida a la manera socrática, es decir, como una tarea encaminada a alumbrar, por medio del diálogo, la verdad, lo que tiene su cimiento en el suelo roqueño y no en la movediza arena.

Lo que les interesa a nuestros padres de la patria es la búsqueda de las palabras mágicas, de las palabras que sean como catapultas que abran brechas en el lienzo de la muralla del enemigo, que levanten el peñasco que sella la boca de la cueva que guarda las monedas de oro y los montones de piedras preciosas hacinadas como los granos de trigo que atestaban los antiguos cilleros en años de cosechas ubérrimas, las palabras, en fin, dejémonos de símiles y metáforas, que activen como un resorte los brazos que depositen los votos en las urnas, que esos son su savia y su alimento.

Los vocablos no solamente designan, también actúan y están cargados de una energía que es la que explica, por ejemplo, la existencia de los ensalmos y conjuros, su capacidad para despejar el cielo de nubes o provocar las más devastadoras tormentas. Las palabras no son neutras: las hay suaves como pieles de niños, ásperas como lijas, rosadas como amaneceres y oscuras como boca de lobo, y no faltan las que exhalan deliciosos aromas o despiden la hedentina de las carnes corruptas.

En los últimos tiempos se ha mostrado muy eficaz un término que políticos emergentes lanzaron como un misil contra los políticos asentados. Me estoy refiriendo, claro está, a casta, una voz que ha contribuido no poco a remover el gallinero, quizás por su capacidad para evocar la abismal separación, la nula empatía entre los políticos y la gente: mientras los unos se hallaban bien abrigados en confortables despachos de mullidas moquetas, la otra estaba expuesta a los rigores de la intemperie, a merced de los cierzos y las celliscas.

La mencionada palabra tenía un complemento ideal en la metáfora puerta giratoria, que sugiere los túneles de antaño que servían a los príncipes y reyes para ponerse a salvo de los asedios y así poder seguir disfrutando de otros palacios de piezas de ébano y marfil, columnas de mármol y jardines de ensueño.

Otra palabra lanzada como una saeta herbolada contra el rival es austericida, adjetivo que se pretende aplicar como un baldón a la política basada en los recortes en el gasto público, en los sueldos miserables, pero la verdad es que su etimología muestra todo lo contrario, pues si "homicida" es el que mata a un ser humano y "suicida" el que se mata a sí mismo, austericida debería ser el que elimina la austeridad. No parecen muy fuertes en Latín los autores de este neologismo.

Pero, volviendo a la esfera de los términos exitosos, es innegable que para José Luis Rodríguez Zapatero fue de una gran rentabilidad talante, sustantivo que, simplemente, significa la disposición, la condición, el modo y manera de ejecutar algo, el temperamento, que puede ser bueno o malo, aunque él supo usar el vocablo de tal forma que pasó a ser como un talismán que daba al que lo poseía, en oposición a sus detractores, la capacidad para estar siempre dispuesto a defender el diálogo y las libertades, siempre alerta para proteger a los débiles y menesterosos como un auténtico Quijote del siglo XXI.

Sin embargo, quizás el vocablo que más aparece en los últimos tiempos como rodeado de un aura mágica sea cambio, palabra que se reviste de valores positivos especialmente en épocas caracterizadas por las estrecheces de los cinturones apretados.

Ya la empleó Felipe González en un famoso lema electoral ("por el cambio") y ha sido retomada por Sánchez "un sí para el cambio"), antecedida por un adverbio de afirmación ("sí") que, tal vez, era una invitación a sus partidarios para que se sacaran la espina de las dos veces que recibió el no en sendas sesiones fallidas de investidura.

Ahora bien, un partido que trata de ocupar un lugar centrado también echó mano de la voz mágica, pero complementándola con el adjetivo "sensato" o emparejándola con la expresión "tiempo de acuerdo" para atraer a electores más conservadores que podían asociarla con opciones, a su juicio, demasiado arriesgadas, que podían removerles el suelo que tenían bajo los pies.

Y hasta nombres propios pueden cargarse de dinamita en estos rifirrafes de los partidos como ha ocurrido con Venezuela, país hermano caribeño que, en los "debates" políticos, se usa para evocar las interminables colas ante los supermercados, las peleas por artículos de primera necesidad o las cárceles repletas de opositores amantes de la democracia.

No llegaré al extremo de propugnar, como Platón en su "República", que los gobernantes sean los filósofos, pero la verdad es que se echa de menos que los políticos, en lugar de reflexionar y buscar soluciones razonables a los sufridos votantes mediante el diálogo, se dediquen al ejercicio de una retórica más o menos barata, a la escenificación, a la propaganda más burda, al "y tú más" o al "no te voy a decir pero te digo".

Da la impresión de que ha sido sustituida la dialéctica y la capacidad de raciocinio por la mercadotecnia, como bien se observa con una nueva acepción que ha adquirido el verbo "comprar" usado para indicar que se acepta una propuesta, como si no hubiera otra cosa más allá del mercadeo, como si el mundo se hubiera transformado en un zoco sin límites.

Y mientras tanto, ahí están los chafarrinones de las contabilidades en B, los pitufeos, los EREs sonrojantes, los trabajadores zombies, los tráficos de influencias... fenómenos que los partidos afectados tendrían que ser los primeros en denunciar y eliminar sin paños calientes.